El Prado exhibe sus tesoros más transparentes
En “La talla de cristal en el Renacimiento milanés” el museo explora una expresión artística poco difundida
En el siglo XVI, el valor económico de una pieza de cristal era muy superior al de una pintura. En el propio testamento de Felipe II, cuadros realizados por Tiziano, El Bosco o Sánchez Coello se tasaron muy por debajo de algunas piezas de cuarzo tallado incluidas en la misma colección. Piezas raras y exclusivas, siempre en manos de la cúspide social europea, su popularidad no ha crecido con la misma progresión que otras formas de expresión artística. El propio Miguel Falomir, director adjunto del Museo del Prado, confiesa que hasta no hace tantos años, no había sabido dar la importancia que merecen a estas delicadas obras. La exposición “El arte transparente. La talla de cristal en el Renacimiento milanés”, que hasta el 10 de enero se puede ver en el Museo del Prado, es una ocasión única para aproximarse a la talla de cristal de roca o cuarzo hialino a través de una veintena de piezas procedentes del Tesoro del Delfín, propiedad del Museo del Prado, la colección de Luis XIV de Francia y la de los Médicis florentinos.
Situada en la sala D del edificio de Jerónimos, la exposición ha sido objeto de un montaje y una iluminación muy especiales gracias a los cuales el visitante puede apreciar, en todo su esplendor, cada uno de los objetos expuestos. Para poder distinguir las minúsculas figuras talladas en el interior de las piezas, de tamaños no superiores al centímetro, el museo facilita a cada espectador, en colaboración con Samsung, una tableta en la que se reproducen las imágenes en alta resolución y con un giro de 360 grados en las más relevantes.
Letizia Arbeteta, conservadora de museos y comisaria de la exposición, explica que el cuarzo, la materia básica de esta rama de la escultura, es un mineral al que se le atribuían poderes mágicos, y que puede que por ello fuera elegido por los artistas y talleres de Milán para sus tallas. Para ocultar las costuras entre las diferentes partes trabajadas, utilizaban metales, perlas o piedras preciosas como la esmeralda. “Eran artistas y artesanos con un gran dominio del oficio”, explica la experta. “Sus conocimientos se transmitían por la vía familiar. En el trabajo colaboraban también los más pequeños, imprescindibles para conseguir algunos detalles tan minúsculos que solo pueden haber sido hechos por la mano de un niño”.
El trabajo sobre el cristal de roca no admite rectificaciones. Por ello, a estos artistas se les atribuye una habilidad extrema. En algunos casos, se conoce el nombre el autor, pero en general el resultado es el trabajo conjunto del taller formado por miembros de una misma familia. La talla del cristal era la industria del gran lujo del momento, una parcela que los italianos han sabido conservar con el paso de los siglos. La comisaría explica que estos objetos se realizaban con métodos celosamente guardados, exigía tiempo, un notable esfuerzo y una excepcional destreza: “Cada uno pasaba por diversas fases que obligaban a trabajar en equipo, en un sistema de talleres familiares. Los cristaleros les daban forma y realizaban el ahuecado, y los talladores se ocupaban de las escenas historiadas y las decoraciones. Estas se tallaban en hueco o en relieve, dando como fruto imágenes de gran belleza que variaban con la luz. El instrumental y la maquinaria evolucionaron constantemente, y se cree que pudieron aplicarse en este campo algunas mejoras diseñadas por Leonardo da Vinci”.
Pese al anonimato general, se considera que los principales talladores milaneses fueron Francesco Tortorino y Annibale Fontana. Y hubo dos talleres sobresalientes: el de la familia Miseroni, creadora de obras con originales mezclas de elementos orgánicos y formas clásicas, que rozan lo abstracto, y el de la familia Sarachi, especializada en vasos de gran calidad y con forma de animales fantásticos. Ambas familias trabajaron para las grandes cortes europeas como Madrid, Viena, Praga, Mantua, Florencia, París o Múnich.
Expuestas habitualmente en aparadores colocados en los grandes salones, Letizia Arbeteta asegura que para la sociedad contemporánea, estas obras eran auténticas maravillas, producto de una milagrosa conjunción entre la inteligencia y la habilidad humanas y los tesoros de la naturaleza. Se encargaban para ser exhibidas en banquetes y actos solemnes en los que había que reforzar las virtudes públicas del príncipe, su magnanimidad y liberalidad, su refinamiento, cultura y elegancia. Además, gracias a una concepción integral del arte, estas obras conseguían ser disfrutadas con los cinco sentidos.
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