Grandes palabras
En su regreso al Teatro Real, la soprano francesa Natalie Dessay empezó autoimponiéndose un listón altísimo: Erlkönig, la portentosa canción de un Schubert con dieciocho años, que no solo queda fuera de su territorio natural, sino que exige encarnar en centenar y medio de compases a las cuatro personas poéticas de la balada de Goethe en constante alternancia. No es de extrañar que fueran el niño (Dessay es menudísima) y el espectro del rey (blanqueando su voz) las que resultaran más convincentes. El piano emborronado y con exceso de pedal no ayudó tampoco a que este minidrama impactara como puede hacerlo en las grandes interpretaciones, pero Dessay sorteó el escollo con su inmensa clase y con una voz aún sobrada de recursos técnicos. Mejoraron mucho las cosas en Nacht und Träume, extremadamente lenta y con las frases trazando perfectos arcos. El bloque inicial dedicado a Schubert se cerró con otro prodigio adolescente, Gretchen am Spinnrade, en el que Dessay dibujó una Margarita precursora de esas mujeres trastornadas del repertorio belcantista que ella ha cantado y dado vida como pocas. Levemente actuada, fue, de nuevo, más la versión de una gran operista que la de una experimentada liederista.
Canciones
Schubert, Mendelssohn, Duparc, Liszt, Fauré y Bizet. Natalie Dessay (soprano) y Philippe Cassard (piano). Teatro Real. 29 de septiembre.
Siguió un bloque de canciones de Mendelssohn con numerosos nexos temáticos con las recién escuchadas, el más evidente un poema de la Suleika del Diván de Goethe, aunque Dessay no cantó la anunciada en el programa, sino otra diferente (op. 34 nº 4). Pero lo mejor llegaría en la segunda parte, cuando la francesa recaló en su idioma y sustituyó el Lied por la mélodie, dos maneras de entender la canción de concierto tan cercanas y lejanas a un tiempo. En las cuatro joyas de Duparc, la soprano se deleitó en cada sílaba y paladeó cada vocal, demostrando que la buena dicción es también música. Siendo emocionantes sus versiones de Extase o L’invitation au voyage, el cenit llegó con una memorable recreación de Oh! Quand je dors, de Franz Liszt, que enlazó sabiamente con su Soneto 104 de Petrarca llegando desde fuera del escenario merced a su tonalidad común (Mi mayor), igual que había hecho ya en la primera parte con el Si mayor de Suleika y Nacht und Träume. Arrancó así el primer aplauso espontáneo, justísimo premio, y más sentido y valioso que los que suscitaron luego la cadencia seudooperística de la orientalizante canción de Bizet, los arabescos y trinos conclusivos de Les filles de Cadix de Léo Delibes o el impecable agudo final en Zdes’ khorosho de Rajmáninov, las dos últimas fuera de programa.
En una sala lóbrega, sin sobretítulos y con los exiguos programas que entrega el Teatro Real desde la crisis, no hubo manera no ya de seguir los poemas de Goethe, Victor Hugo o Baudelaire, sino de saber muchos qué canción se cantaba incluso en cada momento, a menos que se usara el móvil en modo linterna o se viniera con la lección memorizada. Si es una imposición de Dessay (resabios de la diva operística que ha decidido dejar de ser), no debería haberse aceptado, pues choca con la esencia de este repertorio: texto y música a idéntico nivel, no fonemas y notas despojados de toda semántica. Grandes voces como la de Natalie Dessay, sí, pero al servicio de grandes palabras, comprensibles para todos.
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