Hispanismo emplumado
Soler muestra la sociedad al desnudo a través de un joven embaucador que cree ser descendiente de Moctezuma
Comienzos del siglo XVI. El conquistador Juan de Grau regresa a sus tierras catalanas, al pequeño pueblo de Toloríu, con una esposa muy especial: la princesa Xipaguazin, hija de Moctezuma. ¿Ha sido raptada? ¿Es un presente de Hernán Cortés? ¿Fruto del amor? No importa. La princesa pierde la razón en el tránsito al nublado clima pirenaico, y su corte (un hechicero y cuarenta aztecas) emigra hacia el Sur, a las cuevas del Sacromonte. Esto tampoco es determinante. Grau y Xipaguazin tienen un hijo. Esto sí.
Con este material casi verídico arma su nueva novela el mexicano de origen catalán Jordi Soler (Veracruz, 1963), que acaba de publicar además Ensayos bárbaros (Círculo de Tiza) . Y digo “casi” porque, por una parte, “el capítulo de Xipaguazin nunca ha tenido alguna relevancia histórica y su rareza lo hace parecer una pieza de ficción”, equívoco del que se nutre la imaginación satírica de Soler. Pero también porque la cualidad ficcional de este “rapto” es el origen de las ambiciones aristocráticas de los personajes de El príncipe que fui: cuatro siglos y pico después, el joven heredero de una empresa conservera catalana descubre que es descendiente de Moctezuma. Auspiciado por el régimen, Kiko Grau-Moctezuma se enriquecerá vendiendo títulos nobiliarios prehispánicos a la burguesía franquista, será “el soltero más codiciado de España”.
Soler se vale de este personaje estrambótico, embaucador, daliniano, dandi de capa emplumada que se hace pasar por azteca aprendiéndose los diálogos de una película mexicana, caballero templario y hippy de Pedralbes, para mostrar, al modo picaresco, la sociedad al desnudo. Y también el origen falsario de toda aristocracia, la connivencia de la burguesía catalana con el franquismo y, finalmente, la farsa del hispanismo, el carácter ambiguo y ridículo de la relación entre España y América, desde Hernán Cortés hasta el “por qué no te callas”.
Pero que nadie espere una novela política al uso, sino un ejercicio de cuidada verosimilitud caricaturesca. Gran parte del disfrute de Ese príncipe que fui estriba en todo aquello que tiene la elegancia de no ser: no es un panfleto, no es una novela histórica, no es un libro de investigación, no se alimenta de la “actualidad” (tampoco es una novela de autoficción sobre el “mal absoluto” ni sobre un “farsante absoluto”).
Soler trabaja en la ambigüedad, en esas “grietas que deja la realidad para que se filtre la invención”. Y sería grandilocuente decir que el tema de este libro (sabiamente cervantino) es la literatura, pero en verdad lo es. Sin que se note, sin pedantería. La vida como obra literaria.
Soler se sirve del humor en varios planos. Con maestría en el giro anticlimático: haciendo coincidir lo más alto y lo más bajo en una sola frase, un humor disolvente, moral y… democrático. Y también en la elección del narrador, un banquero catalán jubilado que no puede dormir sabiendo que el tesoro de Moctezuma puede hallarse a tres horas, en coche, de su casa. Un narrador convertido en biógrafo (con la caricaturesca “objetividad” de los biógrafos nabokovianos) de Kiko Grau-Moctezuma y su ayudante Crispín, heredero de los aztecas del Sacromonte (!). “Una aventura contradictoria de la que me arrepentía todos los días, pero también, y quizá con mayor intensidad, me sentía satisfecho de estar haciendo algo útil con su jubilación”.
En una época de experimentos narrativos con material verídico no siempre sutiles, Soler recupera el conflicto original: la literatura es el equívoco, la imposibilidad de distinguir ficción y verdad. Otra vez Cervantes. Quienes hacen de su vida una farsa y se creen sus propias mentiras. Las sociedades que se sostienen en esas mentiras.
El príncipe que fui. Jordi Soler. Alfaguara. Madrid, 2015. 240 páginas. 17,90 euros.
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