La fascinación de Bonnard por el color recala en Madrid
La Fundación Mapfre dedica una retrospectiva con 80 pinturas al singular artista francés
Pierre Bonnard (Fontenay-aux-Roses, 1867-Le Cannet, 1947) forma parte de ese peculiar club de artistas que han logrado desarrollar su obra siguiendo exclusivamente el dictado de su gusto personal. Singular y valiente, como le calificó Matisse, su modelo en pintura fue Gauguin y su pasión, la estampa japonesa. Con una intensa fascinación por el color y el mero disfrute de la pintura, sus cuadros son espectaculares estampas tanto del interior de las ciudades como de la vida en el campo.
Poco representado en las colecciones españolas, pese a la influencia que ejerció entre los pintores de la década de los ochenta, la última retrospectiva que se le dedicó fue en 1983, en la Fundación Juan March. Ahora, la Fundación Mapfre, en colaboración con el Museo d’Orsay y los Museos de Bellas Artes de San Francisco, inaugura mañana una antológica en la que a través de 80 pinturas se recorren las etapas clave de su trayectoria. El diseño gráfico y la fotografía, arte en el que fue pionero, completan una exposición muy vinculada a la biografía del artista.
Abogado de formación y miembro de la alta burguesía, desde muy joven compatibilizaba sus estudios con la pintura. En 1888, con apenas 20 años, fundó el grupo de los nabis junto a sus compañeros de la Académie Julian Denis, Vuillard, Ranson y Sérusier. El grupo, todos ellos adoradores de Gauguin, se autodenominó como profetas (significado de la palabra “nabi” en hebreo) y en su declaración de intenciones anunciaron que querían plasmar en sus pinturas una verdad que fuera más allá del mundo visible a través de la exaltación del color, la simplificación de las formas y la trascendencia mística y enigmática de sus composiciones.
“Esta fue su única incursión en grupo”, asegura Pablo Jiménez Burillo, director de Mapfre y comisario de la exposición junto a Guy Cogeval, presidente del Museo d’Orsay e Isabelle Cahn, comisaría científica. “A partir de ahí realizó su trabajo en solitario, al margen de lo que entonces se consideraban vanguardias y resistiendo frente al vacío y el desprecio de algunos de sus colegas, como Pablo Picasso”.
En el recorrido por las dos salas que ocupa la exposición, el predominio del color es rotundo. Sea cual sea el tema, los verdes, rojos o azules más salvajes dominan todas las perspectivas. “El color y una pasión absoluta por la pintura desbordan cada obra”, precisa Jiménez Burillo. “Sin pertenecer a ningún grupo, su obra es imprescindible para entender el tránsito entre el postimpresionismo y el simbolismo, un tiempo en el que la pintura está experimentando transformaciones radicales”.
El comisario llama la atención sobre el hecho de que esta colosal batalla individual fuera protagonizada por alguien que en su vida personal fue extremadamente convencional. Vivió casi como un burgués más y toda su vida oficial amorosa estuvo ligada a una misma mujer, Marthe de Méligny, modelo y musa con la que se casó después de muchos años de convivencia. Con serios problemas depresivos que la forzaban a visitar frecuentemente balnearios y casas de salud, Marthe, con quien no tuvo hijos, es la mujer que aparece en la mayor parte de sus obras, incluida la serie de los desnudos.
Aunque sus cuadros hablen de un mundo feliz lleno de parques y mascotas, su interior no era nada plácido. “Quería transmitir alegría y hacía obras deliberadamente decorativas”, precisa el comisario. Pero también, agrega, “en esos cuadros se percibe la melancolía y el ensimismamiento que podemos ver en sus autorretratos. Tanto en los primeros como en los de los últimos años, donde se representa a sí mismo de una manera despiadada”.
La exposición, organizada por temas, arranca con su etapa nabi. Desde un primer momento, asume en sus cuadros la estructura del biombo, de manera que divide la tela en estructuras independientes. Aquí están ya sus paneles verticales en los que alude a mundos remotos y misteriosos a través de una auténtica exaltación del color, la simplificación de las formas y la trascendencia mística y enigmática de sus composiciones.
Vienen después sus series dedicadas a escenas de interiores, en general protagonizadas por grupos familiares en los que narra escenas cotidianas a través de primeros planos y perspectivas cortadas de manera brusca para entrar la composición en un objeto cualquiera (unas manos, el pan).
De la simplicidad de la vida diaria, se pasa a los cuadros dedicados al desnudo, siempre en el ámbito doméstico. Los protagonistas son una o dos personas entregadas al aseo, al sueño o a la melancolía posterior a la unción amorosa. “Son obras que permiten valorar su evolución”, indica el comisario, “porque van desde lo más oscuro y morboso, hasta el misterio y melancolía que transmiten una sensualidad apagada y un erotismo extinguido”.
Cotizado y reconocido aunque muy criticado por muchos colegas al final de su vida Bonnard eligió el retrato como el género perfecto para representar la realidad más próxima. Aquí destacan los realizados a su esposa, Marthe, a su amante Renée Monchaty, su cuñado Claude Terrasse, sus amigos Thadée y Misia Sert y sus marchantes, los hermanos Bernheim-Jeune. Su gran amiga Misia fue responsable de la parte final de la exposición, ya que ella fue una de las clientes que le encargó gigantescos paneles que utilizó para decorar su comedor parisino. Misia, pianista y esposa del pintor modernista Josep Maria Sert, marcó los gustos de las familias pudientes de la época, de manera que a Bonnard le llovieron los encargos. Sin apenas espacio, Bonnard recreó su versión de la Arcadia en todos estos paneles, el mundo en el que a él le hubiera gustado vivir.
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