Con el asfalto humeando
Chirbes, el hijo del ferroviario, el huérfano prematuro, el crítico feroz, el amigo para el que escribir era la única forma aceptable de estar vivo: hasta luego
Fin de semana en Madrid; hora de la siesta. Mientras el asfalto echa humo (literalmente) y el ominoso silencio de la calle desierta y convaleciente se ve burlado por la sorda, mecánica cacofonía de docenas de aparatos de aire acondicionado, me entretengo, al principio con reticencia y desgana, en hojear uno de esos libros que no es fácil encontrar en las mesas de novedades de las librerías. Poco a poco, su lectura me va absorbiendo por completo, hasta el punto de que tengo que hacer un esfuerzo para despegarme (también literalmente) de mi viejo sillón de orejas y reptar hasta la cocina para prepararme un té helado con ginseng (todavía no es hora del gin-tonic). El libro que me ocupa es La capital de un sueño (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales), una tesis doctoral por la que su autora, Nuria Rodríguez Martín, obtuvo el Premio Miguel Artola el pasado año. El protagonista del libro es también su tema: Madrid durante el primer tercio del siglo XX; es decir, el conjunto de transformaciones por las que el “poblachón manchego” de Mesonero Romanos fue adquiriendo los perfiles de una gran metrópoli europea (Barcelona hacía tiempo que lo era). Ciudad de aluvión en la que más de la mitad de los hombres y dos tercios de las mujeres empadronados en 1931 habían nacido en otro lugar, la emigración y el crecimiento demográfico (de 1900 a 1930 la población se había doblado, a pesar de la gran mortalidad producida por la gripe de 1918) fueron los principales motores de un crecimiento que fagocitó pueblos vecinos y los convirtió en barriadas, al tiempo que aumentaba exponencialmente el perímetro urbano. Rodríguez Martín estudia meticulosamente y con pulso narrativo cada uno de los aspectos de esa mutación: la industrialización y el sector terciario, el transporte, la urbanización y creación de vías y espacios emblemáticos (Gran Vía, Nuevos Ministerios, Telefónica), el comercio (magnífico el capítulo sobre el paso del bazar al gran almacén, esa historia que Zola contó magistralmente para París en El paraíso de las damas, Alba), la publicidad, el ocio, la vida social. La transformación del Madrid de La lucha por la vida o de La corte de los milagros en el de La calle de Valverde o La forja de un rebelde. Una estupenda historia para comprender cuándo y de qué modo la improbable capital se quitó de encima definitivamente el pelo de la dehesa.
Cine
Recibo con encomiable anticipación y ya perfectamente lista para su viaje a las mesas de novedades septembrinas la selección de Anagrama para la vuelta del verano. Entre otras, dos de Modiano (Ropero de infancia, una novela de 1989, y el breve y elegante Discurso en la Academia sueca, en el que hace una apasionada defensa del oficio de novelista); uno nuevo de Pedro Juan Gutiérrez, Fabián y el caos; un ensayo de Vicenç Navarro que se titula Ataque a la democracia y al bienestar y cuyo subtítulo —Crítica al pensamiento económico dominante— expresa su intención militante, y El reino, la muy apetecible novela-palimpsesto de Emmanuel Carrère cuyo ejemplar está coronando la pila de espera junto a mi sillón de orejas. A excepción del discurso de Modiano (que se termina en un pispás), lo único que ya he leído de la programación es el estupendo libro memorialístico de Manuel Gutiérrez Aragón A los actores, un ensayo que es, entre otras cosas, un homenaje a “esos seres imprevisibles e imprescindibles” que encarnan a personajes que, al contrario que los de las novelas, “entran y salen fuera del lenguaje”, constituyendo una especie de “amenaza semántica”. En las páginas de este libro viven de otra forma muchos de los actores y actrices que intervinieron en sus películas: de Fernando Fernán Gómez o José Coronado a Ángela Molina, Ana Belén, Victoria Abril, Emma Suárez o Clara Lago. Gutiérrez Aragón reflexiona sobre el cine, que es (¿fue?) su primer oficio, y sobre quienes lo hacen, anclando siempre sus juicios en la vivencia autobiográfica (adolescencia cinéfila en Torrelavega, experiencias en la antigua Escuela de Cine de Montesquinza, compañeros, productores) y revelando —con la lujosa distancia que le permite su alejamiento— meditaciones que, en pleno fragor del rodaje, no podían tomar forma. Hablando de actores y actrices, espero con impaciencia Mírame bien, las memorias de Anjelica Huston, una de mis pasiones cinematográficas; lo publicará Lumen, que tiene en cartera para la rentrée una apetecible panoplia de libros de estupendas narradoras: Margaret Atwood, Anne Tyler, Jeanette Winterson o Dorothy Parker. Y para sus fans —hay gustos para todo—, la última entrega de la serie Dos amigas, de la llamada Elena Ferrante (sea quien sea quien se esconda tras ese seudónimo), una saga a la que los bombásticos paratextos editoriales califican de “una de las obras más brillantes que ha dado Occidente en el siglo XXI”.
Adiós, amigo
Escribí las dos primeras partes de este ‘Sillón de orejas’ en Madrid y con el asfalto echando humo. Unos días más tarde estaba al norte de Maine, en lugares donde es difícil conectarse al wifi, pero donde el verano resulta menos despiadado. O, al menos, eso creía. Fue aquí donde me enteré, un mazazo repentino en la cabeza, un vacío permanente en el estómago, de la muerte fulminante y extraña de un gran amigo. Extraña al menos desde tan lejos: en algunos periódicos online consigo leer que a Rafael Chirbes le diagnosticaron el cáncer una semana antes de su fallecimiento; en otros, que un mes. Hablé con él a principios de julio. Solíamos contarnos casi todo, especialmente en lo que se refiere a lecturas e —hipocondríacos ambos—, a nuestros achaques. Sí me comentó —a la vez ilusionado e inseguro— que, finalmente, había entregado a su editor una versión reelaborada de París, Austerlitz, una novela desgarrada y terrible cuyo manuscrito leí parcialmente y que había compuesto y abandonado hace muchos años. Recordada ahora, pienso que quizás se trate de la novela más personal y autobiográfica (más que Mimoun, más que Los viejos amigos) de un marxista que nunca renunció a serlo y que seguía preguntándose qué se oculta en lo que nos cuentan que pasa. A la luz de mi recuerdo, me resulta a la vez extraño y coherente que aquella novela se convierta ahora en su testamento. Chirbes, el hijo del ferroviario, el huérfano prematuro, el crítico feroz, el novelista convencido de que nadie puede ponerle puertas al realismo, el amigo para el que escribir era la única forma aceptable de estar vivo: hasta luego. Y cómo te estoy echando de menos.
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