Sin domesticar
Sus novelas pueden interpretarse como relatos generacionales y suelen tener un protagonista colectivo
El único consuelo que nos queda a los lectores, cuando un gran escritor desaparece, es su legado, la obra que nos deja. En el caso de Rafael Chirbes resulta impresionante, pues desde su primera novela, Mimoun (1988), que llegó a Anagrama de la mano de Carmen Martín Gaite, casi su único editor en todos estos años, donde él se sentía apreciado y cómodo, su literatura no ha parado de crecer en matices, sugerencias y complejidad, hasta las más recientes Crematorio (2007) y En la orilla (2013), reconocidas con sendos premios de la Crítica, y la última además con el Nacional de Narrativa, pero sobre todo por infinidad de lectores. Era una de esas recomendaciones que nunca fallaban, pues no recuerdo una sola persona a la que le hubiera recomendado sus libros que se sintiera defraudada. Pero su obra no ha sido apreciada únicamente en España, sino también en la exigente Alemania, donde no solo tuvo muy buena acogida sino también generosas ventas. Así, La larga marcha fue muy elogiada, en un célebre programa de la televisión alemana, por el exigente crítico Reich-Ranicki, y esa misma obra, junto a La buena letra, recibió el premio SWR/Die Bestenliste (La mejor lista).
Chirbes era un valenciano reeducado, al quedarse pronto huérfano, en la España profunda, en Ávila, León y Salamanca, como Rafael del Moral, el personaje de La larga marcha, tierras que él adoraba, lo que lo decantó hacia el castellano, ya que su lengua familiar era el valenciano. Estudió Historia, militó en la Universidad en grupos de izquierda, y luego, tras ejercer de profesor en Marruecos, trabajó como periodista en diversas empresas del grupo Z, y finalmente, antes de dejar el oficio, en la revista Sobremesa, que le permitió viajar por el mundo, para escribir sobre ciudades y gastronomía.
Su aportación fundamental ha consistido en contar, primero, las consecuencias de la Victoria, la represión del régimen franquista; luego, la rebeldía, pero también cómo fueron acomodándose las nuevas generaciones, por desmemoria y codicia, tras la llegada de la democracia, y la estafa que para él supuso la Transición; y finalmente, la falsa modernización, la corrupción, económica y moral, la crisis —en suma— de estas últimas décadas. Se trataba, por tanto, de dejar constancia de setenta años de historia española, de lo público y lo privado, de la educación sentimental y la política, los negocios y la intimidad. Su empeño consistió, en suma, en narrar la otra versión de la historia oficial, aquella que se nos ocultaba, devolviéndoles la dignidad a los vencidos, pero también consiguió mostrar con lucidez, mediante un relato ambiguo y complejo, el fracaso no solo de la política sino de una buena parte de la sociedad española. Eran, en efecto, novelas duras, de difícil digestión, pero necesarias. Es probable que fueran las historias que los lectores más críticos necesitaban leer.
Sus novelas pueden interpretarse como relatos generacionales y suelen tener un protagonista colectivo, pues a menudo están narradas desde una perspectiva múltiple, valiéndose de una polifonía de voces distintas que se complementan, lo que él llamaba una tercera persona compasiva. Como a él le gustaba recordar, citando a Balzac, la novela consiste en contar la vida privada de las naciones, un empeño que él ha cumplido. No en vano, él se sentía continuador de una tradición que tiene sus mejores eslabones nada menos de Galdós, Valle-Inclán, Baroja, Max Aub, Miguel Espinosa y Juan Eduardo Zúñiga. Creo que estaba satisfecho de sus dos últimas novelas, él que era tan inseguro y exigente, aunque siempre tuvo una especial querencia por La buena letra (1992). Nos deja un diario, del que dio un anticipo en el homenaje que le tributó recientemente la revista Turia, que ojalá podamos leerlo pronto. Chirbes ha muerto de un cáncer de pulmón que le diagnosticaron hace un mes. Quienes tuvimos la fortuna de tratarlo sabemos que Rafael Chirbes ha sido un hombre bueno, pudoroso, honesto y a veces un poco hosco, pero ¡el jodido se hacía querer!, con una gran cultura en todos los ámbitos del saber (fíjense en las cubiertas de sus libros), y uno de los novelistas más exigentes y respetados de las últimas décadas. Un hombre y un escritor al que nunca nadie logró domesticar.
Fernando Valls es profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.
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