Dilema moral y topográfico
A la manera de ciertas películas de horror, el filme de Damián Szifrón nos devuelve la imagen propia con el demonio en la frente
Hay, a grandes rasgos, tres maneras de leer el peso narrativo de Relatos salvajes. Algunos dicen que Damián Szifrón, el director, urdió una obra pasadista con la estética y las intenciones de Hollywood. Otros ven un trabajo maduro, de rigor técnico y perfecta economía discursiva. Y están los que pasan de las especulaciones en torno al armado del filme y ven en Relatos salvajes un reflejo catártico y fiel de las rencillas y desesperaciones propias de “los argentinos”. Y pongo aquí comillas porque con Relatos salvajes parece operar un curioso chauvinismo: además de aliviados, muchos se sienten casi orgullosos de que estas seis historias signadas por el afán de revancha formen parte del perfil más oxidado del gen nacional. En cuanto a mí, supongo que tomo elementos de los tres puntos de vista. Szifrón filma a la manera de Hollywood, pero a la vez ancla sus relatos en una serie de escenarios que, sin caer en la trampa del folclore, hacen de cada episodio un dilema moral y un fenómeno topográfico. Ahí están los lugares. Ahí, también, los accidentes.
Un parador en la ruta. Un puente vacío en el norte argentino. Un atasco en el microcentro porteño. Una casa de árboles soberbios y muebles de roble en la zona norte del conurbanobonaerense. Una vista desde las alturas, y esa posibilidad nocturna de que Buenos Aires, libre de la enfermedad del día, se vea como un paño hecho de lentejuelas que brillan. Muchos argentinos recorrimos al menos algunos de estos escenarios. Y si no lo hicimos con el cuerpo lo realizamos a través de la literatura local, con historias que abrevan en aires notablemente parecidos.
El humor más bárbaro
La sonrisa se congela pero ahí sigue, con la sana intención de quedarse. El humor bárbaro que retrata ‘Relatos salvajes’ ha conquistado a medio mundo. ¿La razón? Todo parece indicar que en las situaciones que ahí se narran, seis historias enloquecidas pero reales, hay tanta verdad que la identificación del espectador es fácil de entender. ¿Qué pasaría si cediéramos al deseo de perder el control? ¿Porqué no damos rienda suelta a nuestros deseos más violentos y las venganzas más buscadas? Estas preguntas subyacen en los relatos del filme, dirigido por el argentino Damian Szifron y producido por los hermanos Almodóvar. La carrera enloquecida de la película, ya la más vista en la historia del cine en Argentina, desde que se presentó en el último festival de cine de Cannes ha sido de vértigo. Goya a la mejor película iberoamericana, candidata al Oscar el mejor filme de habla no inglesa, ocho premios Platino.. Un viaje de gloria por el mundo entero.
Por Rocío García
La película abre con ‘Pasternak’: un microrrelato que se desarrolla en un avión pilotado por un hombre desequilibrado que ha decidido cobrarse los malos ratos que pasó en la vida. Ese plan incluye a sus padres, quienes en el momento mismo del vuelo están leyendo el diario, en el fondo de una casa con jardín y dentro de un plano que recuerda a los retratos hechos por el fotógrafo argentino Marcos López (en España fueron publicados por La Fábrica Editorial). López introduce la violencia en mundos aparentemente normales a través del color. Y Szifrón hace este procedimiento, pero ya no con recursos cromáticos sino literarios: frente a la normalidad de los escenarios, el director hunde el cuchillo con la aparición de un giro inesperado.
En el caso de ‘Las ratas’, el segundo episodio de Relatos salvajes, la historia abre con un parador de ruta y con un hombre que, ni bien cruza la puerta, pone en conflicto a la camarera que lo atiende. Ella reconoce en ese personaje a un canalla que dañó su vida familiar. Y evalúa la posibilidad de servirle un plato de comida envenenada. De ahí en más, el dilema moral crece bajo el aire polvoroso de las zonas rurales. Hemos estado ahí. En persona, o a través de los libros. En ‘El momento’ y ‘Hacia la alegre civilización de la capital’ —incluidos en El núcleo del disturbio, editado por Booket—, Samanta Schweblin también entiende los entornos camperos como territorios fértiles para el desarrollo de cualquier semilla oscura. Ahí están los manteles de hule. Ahí los sándwiches groseros, calibrados para la mandíbula de los camioneros de paso. Ahí, sobre todo, la soledad infinita de la tierra y la gravedad de lo inconmensurable.
En el tercer relato, ‘El más fuerte’, también hay algo de esa desolación. Szifrón elige como paisaje las estribaciones cordilleranas de la provincia de Salta. Aquí, un hombre a bordo de un Audi pelea por la delantera con el conductor de un auto rotoso. Y da origen, en el nombre de cierta batalla de clase, a una rencilla rutera que crece hasta descontrolarse. Es inevitable conectar esta historia con ‘El café de los micros’, un cuento de Gustavo Nielsen incluido en La fe ciega (Páginas de Espuma) donde el conductor de un Valiant se pelea con el de una camioneta vieja. Lo que sigue es una escalada de violencia que, al igual que en Relatos salvajes, habla de las pujas entre el centro y la periferia, pero sobre todo de la matriz miserable que echa raíz en todo cuerpo, sin distinción de clase.
El mundo está lleno de ególatras, cobardes, asesinos, estúpidos irrecuperables, vanidosos extremos y estafadores afectivos. Por eso, ahora que está de moda la palabra “visibilidad” —aparentemente, las cosas deben verse para completar su existencia— es importante que cada tanto alguien los haga jugar juntos, y en ese acto nos recuerde que existen. Ya lo hizo Jorge Asís con los cuentos del libro Fe de ratas, donde hay relatos como el de un personaje de corbata que invita a almorzar a un indigente y lo deja pagando. Y acaba de hacerlo Leila Guerriero con la edición de Los malos (editorial de la Universidad Diego Portales de Chile): un libro donde 13 periodistas trabajan perfiles de seres abyectos de todo el continente latinoamericano y logran descubrir en ellos una génesis profundamente humana e inquietante.
Relatos salvajes consigue algo parecido: a la manera de ciertas películas de horror, funciona como un espejo que nos devuelve la imagen propia con el demonio en la frente. Sólo así se explica lo que pasa con ‘Bombita’, el cuarto episodio, en el que un hombre dinamita una dependencia pública y todos aplaudimos de gozo. Amamos a ese personaje: es nuestro embajador en el país de la opresión y la revancha. Ahí se lo ve en un atasco, llegando tarde al cumpleaños de su hija. Ahí se lo ve yendo a una oficina del Estado para recuperar un auto que en una semana le fue llevado dos veces por la grúa. Ahí circula el hombre por un espacio urbano abrumador —el centro de Buenos Aires—, hasta que un día se cansa. ¿De qué? Probablemente de todo. Y decide poner un explosivo en una delegación del organismo de infracciones.
¿Qué vuela en ese acto? Las instituciones. Que es lo que Szifrón revienta en cada uno de sus episodios. En ‘La propuesta’, el quinto capítulo, vuela el Poder Judicial cuando una familia de la zona norte bonaerense soborna a un juez para salvar a su hijo de la cárcel (ese decoro hipócrita de las clases altas recuerda a Claudia Piñeiro y sus novelas Betibú y Las viudas de los jueves). Y en ‘Hasta que la muerte nos separe’ vuela por los aires la institución del matrimonio. Este capítulo muestra una fiesta de bodas excesiva donde la novia se entera de que el novio la engaña con una de las invitadas. Las tragedias con novias tienen ese ingrediente extra del vestido blanco, esa especie de cremosidad textil que vuelve todo más dramático pero también más ridículo. Se puede ver en ‘Mujeres desesperadas’, otro cuento de Schweblin en el que una novia es abandonada en la ruta porque su consorte se hartó de esperar a que saliera del baño. Y también en Relatos salvajes, donde Szifrón usa a su personaje para trabajar la peligrosidad de la revancha. Es en este detalle donde estriba la esencia que hace de la película un producto incómodo: con tal de romper al otro, somos capaces de destruirnos a nosotros mismos. Y eso de animal no tiene nada. Y de local, tampoco. Relatos salvajes, de hecho, abre y cierra con episodios que anclan en escenarios universales: primero un avión, y por último la terraza de un salón de fiestas desde la que puede contemplarse la ciudad de Buenos Aires. Que de lejos, y de noche, es muy parecida a cualquier ciudad del mundo.
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