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EL ESPAÑOL DE TODOS
Columna
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El español y el inglés como lenguas periodísticas (y II)

El inglés tiene unas facultades de concisión y globalidad expresiva que lo hacen indicado

Prensa internacional en un quiosco de Lisboa, Portugal, en 2006.
Prensa internacional en un quiosco de Lisboa, Portugal, en 2006.corbis

Es un lugar común que el inglés es la lengua periodística por excelencia, y por esta vez el tópico responde a la realidad, lo que puede explicar que los auténticos inventores del periodismo sean los pueblos anglosajones. El inglés tiene unas facultades de concisión y globalidad expresiva que lo hacen especialmente indicado para ello, como corresponde a la expansión imperial más grande que el mundo ha conocido. Y es muy cierto que, por ejemplo, un párrafo de una treintena de palabras acarreará en inglés más contenido, más información que su equivalente en español. Recuerdo que uno de mis profesores de inglés me decía que con un surtido suficiente de adverbios y el verbo to get se podía manejar un número casi inagotable de situaciones. Pero, no hay que desesperar, el castellano o español, sinónimos totales como en su día estableció la Academia, está bien dotado para competir.

Nietzche dijo, en palabras que cito de memoria, que los españoles eran un pueblo que en una época de su historia enloqueció y “lo quiso todo”. Se refería, naturalmente, al imperio —siglos XVI y XVII, con la monarchia christiana de Carlos V y Felipe II— que conllevaba la inusitada pretensión de que el castellano era el idioma “para hablar con Dios”. A los alemanes se les relegaba a la nada venturosa tarea de “hablar con los caballos”, y el inglés era la lengua de los mercaderes. Todo ello tiene que ver con Roma, el catolicismo y sus aspiraciones de inaugurar un mundo y abrazar la totalidad de las cosas —lo que, sin duda, también hace el inglés, pero con un enfoque diferente—. Aunque ya anticipo que se está produciendo en los últimos años una convergencia entre los dos modelos. El español ha aspirado a todo secularmente, pero siempre reservando el derecho de admisión; el español ha querido explicarlo todo, pero desde sí mismo, animado de una fuerte tendencia excluyente. El inglés, por el contrario, no temiendo al mestizaje, ha sido fortísimamente incluyente. Todo lo que circula por ahí y haya alguna vez sido citado por un autor más o menos preclaro de su lengua, tiene cabida en el diccionario de Oxford. Así es como hay registradas unas 400.000 voces en el acervo británico, mientras que el diccionario de la academia española se conforma con 88.000, a las que, en todo caso, se podría sumar la recepción de americanismos, pero la cifra aun entonces, solo por encima de los 100.000 vocablos, quedaría muy lejos de sus pares ingleses. Estos enfoques tan diferentes tienen por fuerza consecuencias. La inmensa mayor parte de la lengua británica permanece encerrada en los diccionarios y es cordialmente desconocida no solo por los hablantes, sino en muchos casos por los que escriben. ¿Quién dice y, hasta escribe, pusilanimity, avaricious o el precioso tantamount, “tanto monta, monta tanto”, de los Reyes Católicos? Es cierto que solo una pequeña parte de los vocablos reconocidos como parte del español —algunos miles— forma parte del uso incluso de las personas cultas, pero esa capacidad de exclusión del español hace que el contenido de la lengua tenga un carácter mucho más castizo que el pandemónium inglés. Pero, como decía, vivimos un proceso de convergencia lingüística, de forma que el español se ha estado moviendo de lo normativo, y muy estricto —las cosas están bien o mal, sin término medio—, a lo descriptivo, es decir, hacia lo que impone el uso, que es lo propio de la lengua inglesa. El español, como otras lenguas latinas tiene un organismo rector, aunque obligue cada vez menos, mientras que para el inglés lo más parecido a la academia fueron en su día la BBC o, el Times de Londres.

La operación de ampliación de existencias del español, sostengo que tiene mucho que ver con América Latina, y no solo para dar cabida a los términos que naturalmente acuña una naturaleza y una antropología diferentes, lo que era tan urgente como necesario, sino para abrirse a una realidad que se muestra terriblemente influida por el inglés. Y en esta nueva y un poco insólita permisividad figura el recelo ante lo que en su tiempo pudo calificarse de “imperialismo linguístico” español, el “ordeno y mando” de la Academia. Ante todo ello, hay quien puede opinar que en ese viaje se ha ido bastante lejos, y pienso que puede caber alguna prevención.

El inglés, una lengua excepcionalmente rica, ha hecho, sin embargo, mucho daño al periodismo en español embarcándole en operaciones que no le corresponden, verbigracia algo a lo que llaman el “lead retardado”, que tiene mucho más de retardado que de lead. Concebido en sus debidas dimensiones, es decir, informando hasta llegar a esa eclosión final, es muy efectivo, pero por estos pagos se limita a iniciar el discurso por la cola, anteponiendo a la noticia todo tipo de mini-prólogos o irrelevancias que no hacen sino demorar el conocimiento de lo que de verdad importa. Y junto a ese escribir “del revés” hay otra devastadora práctica como es la del párrafo corto, que si en inglés puede tener sentido es porque con menos palabras dice más, y sobre todo porque en español los párrafos deben tener la extensión de lo que cuentan. Los párrafos no son ni cortos ni largos, sino adecuados, lo que no significa que debamos apuntarnos al parrafeo desmesurado. Y la respuesta a tanta infección innecesaria es ese antídoto del sujeto-verbo-predicado que nunca nos deja mal. Pero el “lead retardado” y el párrafo corto o largo, sucesivo o salteado, son perfectamente practicables a condición de que informemos de manera relevante hasta llegar a ese lead de cierre. “Aterido de frío (o sofocado de calor), extrayendo hasta el último átomo de esfuerzo, a la vista ya de las altas cumbres, Nairo Quintana…”

El periodismo no está concebido para salvar a la Humanidad, y ni siquiera para eso tan socorrido que se llama la búsqueda de la verdad, sino para algo más modesto, pero tan o más difícil, como es tratar de desentrañar por medio de la palabra escrita, más todo lo que aporta la panoplia digital, “por qué pasan las cosas que pasan”. Si esa es la búsqueda de la verdad, por mí vale, aunque no sea la razón primera de la existencia de la profesión. El periodismo que practicó Gabo, el de las historias y sus protagonistas, es hoy más factible que nunca; pero más que para hablar con Dios, para interpelar al género humano.

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