Los malos
El autor reflexiona sobre la maldad, la política y los personajes de ficción
Mi personaje de novela preferido es esa variedad de héroe que, si lo miras durante mucho tiempo, empieza a adquirir aspecto de villano. En su comportamiento anida una sospecha que nunca se quita, por mucho que frotes. No te ha dado una razón para dudar. Pero. No consigues fiarte de él. Cuando se alcanza el final del libro uno no sabe si se trata de una buena persona o de un buen hijoputa. Quizá sea ambas cosas. En esta categoría de protagonistas ambiguos e impenetrables se encuentra Wolfgang Schäuble.
El ministro de Finanzas alemán emite un poder hosco, que su aspecto desvalido, en silla de ruedas, refuerza. Está reclamando una novela a gritos. Lo tiene todo: autoridad, rudeza, ambición, inteligencia… incluso un pasado heroico y turbio. En 1990, cuando salía de una reunión de su partido, un hombre con problemas de esquizofrenia le disparó con un Smith & Wesson. Una bala le destrozó la mandíbula y otra le atravesó el pecho y se incrustó en la columna. Seis semanas después se incorporó al trabajo. Le fue bien. Medró. Cuando ya había alcanzado la presidencia de la CDU reconoció haber recibido una donación de 100.000 marcos para el partido, de manos de un traficante de armas… Aquí ya hay para 500 páginas.
Su obsesión por mantener a raya el gasto en la UE te da tranquilidad, pero después reparas en los modales oxidados con los que pretende expulsar a Grecia del euro, y tienes que dormir con la luz encendida. Eso, que parece malo, es bueno. En un sentido narrativo, el mal siempre es más fecundo que el bien. Éste produce una satisfacción que conduce al sopor, al estilo de esas tardes en que estás tan a gusto en el sofá, que por no levantarte, salir, emborracharte y follar, cierras los ojos y te despiertas a las seis de la mañana. En cambio, el mal causa inquietud, es una invitación a entrar en acción, vestir unos vaqueros sucios, salir a beber, etcétera.
A veces Schäuble me hace pensar en Sam Spade, cuando en El halcón maltés asesinan a su socio, Miles Archer, y el detective no lo toma como una mala noticia necesariamente; en el fondo, no podía ni verlo. Aunque como nadie es quien para tirotear a su socio y no pagar por ello, no descansa hasta esclarecer el crimen. Se lo debe a Archer, y en especial a la esposa de Archer, con la que mantiene una secreta aventura, conocida por todos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.