“Tengo el alma de una viejita dentro”
La autora colombiana tiene conciencia de finitud y desarraigo desde niña. una experiencia convertida en material poético por el que ha merecido el Premio Loewe a la Creación Joven
Cuando le comunicaron este año que acababa de ganar el Premio Loewe de Poesía a la Creación Joven por su obra Contratono (Visor), María Gómez Lara (Bogotá, 1989) estaba en clase. Como alumna. En Harvard, cursando su doctorado literario. Allí busca los cimientos para una suculenta y extrema voz poética, tan madura que a veces le hace parecer, dice, “una viejita”.
Pero no lo es. María impone una presencia de porvenir letra herido en el que se entrevé la contundencia de quien ha sabido sortear desde niña a la muerte y recibir, como premio, el contrapunto de la alegría. A la primera se la presentaron como riesgo inminente y muy real cuando caminaba por Bogotá protegida por los guardaespaldas de su padre, Alfonso Gómez Méndez, que era alto cargo en los años de plomo y selva contra el narco o la guerrilla. La segunda, la alegría, parece en ella un consecuente desorden genético.
Pregunta. Leo Contratono y me encuentro obsesivamente las siguientes palabras: fuego, cenizas, cuerpo, muerte… ¿Tan joven y ya con esas cosas?
Respuesta. Me interesa mucho la materialidad, la conciencia de que somos precarios, nos podemos romper, acumular cicatrices. Vengo de un país en que la muerte está demasiado presente. La conciencia de la finitud resulta sana sea a la edad que sea.
P. En ti, precoz. Una infancia rodeada de guardaespaldas que espantan amenazas, marca.
R. Cuando yo era muy chiquita, a los seis u ocho años, tenía que andar con un montón de hombres armados atrás. Afortunadamente nunca me pasó nada. Y menos mal, pero la conciencia de que puede pasar en cualquier momento, queda. Yo no solía escribir sobre el conflicto en Colombia porque estaba por todos sitios y, de repente, en la poesía, no. Pero siempre sale por algún lado.
P. Misión no cumplida entonces. También encuentro una marcada obsesión por la huida.
R. Sí, hacia donde sea. Voy de aquí para allá, muchas veces no reconozco donde estoy. La escritura es mi manera de quedarme. La palabra reemplaza cualquier lugar físico en mi caso.
P. ¿Sueñas, temes, añoras un espacio donde echar raíz?
R. No, tampoco tengo idea donde andaré en 20 años. En algún momento me gustaría volver a Colombia.
P. Ahora toca Harvard, ¿y eso qué es?
R. Para cualquiera, una experiencia dura y enriquecedora. Entregas cuerpo y alma a todas horas. Dedico allí mi vida 24 horas a la poesía y a la literatura de todas las épocas en esas bibliotecas. Nunca me ha pasado que pida un libro y no lo tengan. La parte de manuscritos igual, a mí que me fascina Emily Dickinson, ¡tienen todo guardado!
P. ¿A veces pides algo por probar si lo han catalogado o no?
R. Pues sí. Para hacer el doctorado, me convencieron enseñándome originales.
P. Dices: dedico allí mi vida a la poesía. ¿Se puede?
R. Vivir, sí. Mantenerse, no.
P. ¿Dejarías la poesía por amor?
R. No lo sé.
P. ¿Y esa madurez que desprenden tus versos?
R. A veces pienso que tengo el alma de una viejita dentro. A menudo la vida lo pone a uno en lugares donde debe tomar la perspectiva de algo distinto.
P. ¿Qué crees que te hace mayor de lo que eres?
R. La pérdida, el desarraigo. Una relación muy particular con la palabra, la lectura de cuentos, de poemas, desde muy niña, que me atraía, me arrastraba. O puede ser que también sea sólo mi carácter.
P. ¿Y la música que tratas de abrazar en tu poesía?
R. A mí me parece que están muy relacionadas música y poesía. El verso libre deja que cada poema venga con su propio son en vez de al revés, como ocurre con las formas fijas, que imponen una música para que luego entre el verso, eso a mí no me gusta, aunque se puede ser bueno de cualquier manera.
P. ¿Qué pasa en Colombia?
R. Es un país muy complicado, espero que las cosas mejoren, pero tenemos una violencia heredada de años. Soy muy optimista con el futuro. Hay riqueza, creatividad, podemos ser felices.
P. ¿Dónde se esconde el genio?
R. En Góngora, Garcilaso, en García Márquez, en Juan Rulfo. Los escritores buenos son muy tercos. Eso implica riesgo porque sino nunca vas a saber si algo funciona o no a no ser que lo hayas probado.
P. ¿Tercos en el lenguaje o en la vida?
R. En ambos. Yo lo soy, al menos, pero eso no quiere decir que me convierta en buena escritora.
P. La terquedad, entonces, condición indispensable… ¿Qué más?
R. Atreverse con la voz propia, al menos con lo que tiene sentido para uno. Leer todo lo que se te atraviese o te hable para ayudarte a mirar el mundo.
P. Dice Mark Strand, a quien citas: “El tiempo pasa y nuestros dolores no se vuelven poemas”. ¿Nunca?
R. No sé, de alguna forma, para seguirle la cuerda a Strand, es tener claro que nunca sabes cuándo te va a llegar ese poema. Hay una distancia entre lo que quieres decir y lo que eres capaz de expresar. En medio queda el poema.
P. ¿La poesía es paradoja o no vale?
R. Sí, además, un poema puede sugerir sentidos distintos, contradictorios y convivir. Depende del lector.
P. ¿Te han comentado que la gloria que uno se gana joven sabe mejor que cuando pasan los años?
R. A mí me cuesta, porque soy tímida y no me gusta hablar de mí.
P. Mal camino el de la poesía entonces si no te gusta hablar de ti.
R. Me fascina escribir, no sé si sobre mí o sobre lo que veo. Parte de un yo que mira, pero más de las palabras de ese yo, que se transforma a través del lenguaje. Decía Pedro Salinas que después del poema todo es más claro. Yo no lo sé, pero si se nota diferente.
Babelia
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