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CRÍTICA / LIBROS

Extraviados de la historia

Ya que no podemos ser intachablemente veraces, podemos ser verosímiles, y Deville es uno de aquellos historiadores que eligen los recursos de la ficción para dar realidad

Pierre Menard escribió que la historia es madre de la verdad. Dicho por Cervantes en el siglo XVII, la afirmación (como señaló Borges) es “un mero elogio retórico”; dicha en el siglo XX resulta escandalosa. Escandalosa, pero no sorprendente. Ya Herodoto dice a sus lectores que lo que él contará es cierto; la afirmación excluye toda verdad más allá de sus palabras. Sucedió lo que la versión mejor escrita cuenta que sucedió.

Patrick Deville es consciente de esa paradoja. Queremos conocer la verdad de los hechos pasados; los analizamos a través de testimonios escritos y (si podemos) de testigos vivientes; los volcamos a la página como mejor podemos, y ese artefacto verbal hecho de asociaciones, intuiciones, hallazgos fortuitos y documentos escogidos constituye lo que llamamos historia.

Por fortuna, ya que no podemos ser intachablemente veraces, podemos ser verosímiles, y Deville es uno de aquellos historiadores que eligen los recursos de la ficción para dar realidad (y verosimilitud) a sus narraciones. Su interés se dirige hacia el mundo ya lejano de aventureros y exploradores, a una época apenas fuera de nuestro alcance en la que el mapa mostraba aún zonas pintadas de rosa y marcadas “terra incognita”. El modelo de los héroes de Deville es el Ulises de Dante que no acepta plegarse a los límites del mundo conocido y busca más allá de la Columnas de Hércules mares apenas explorados y continentes en los que el hombre blanco no ha puesto aún pie. El suizo Alexandre Yersin (en Peste y cólera), el francés Henri Mouhot (en Kampuchea), el americano Malcolm Lowry (en Vida) son tres de estos valientes a los que ahora se agrega, en una espléndida traducción al castellano de José Manuel Fajardo, el conde franco-italiano Savorgnan de Brazza, fundador de Brazzaville, la capital del Congo, y admirable protagonista de Ecuatoria.

Ecuatoria es una historia de exploraciones y pequeñas guerras, de empresas humanitarias y atrocidades coloniales; pero sobre todo es una reflexión sobre el tema del arraigo: ¿a qué tierra puede decirse que pertenece un hombre? ¿A la de su familia, la de su nacimiento, la de sus ideales o la de sus empeños? Brazza, luchador empedernido contra la esclavitud, fervoroso creyente en los derechos del hombre proclamados por la Revolución Francesa, la tierra que siente como suya es la africana, a cuyas poblaciones oprimidas intenta ofrecer la libertad universal que la Constitución de su país declara. Como ya sabemos, y como el mismo Brazza quizás sospechaba, toda sociedad, aun si se define como liberal y humanitaria, se alza sobre la sangre y los huesos de los explotados. Para ufanarse de ser tierra de libertad burguesa, Europa necesitaba que, allá en el continente negro, la esclavitud siguiera existiendo. El argumento es, al fin y al cabo, el mismo que usamos hoy para defender nuestro comercio con Rusia o con China: la economía no es una ciencia moral. Ése es el secreto que Conrad (contemporáneo de Brazza) denuncia en El corazón de las tinieblas.

Deville no es propagandista ni autor de moralejas. Si sus novelas son ejemplares, lo son de soslayo, casi distraídamente. El objeto de su pesquisa es el multifacético conde Brazza que los anticolonialistas simultáneamente ensalzan y condenan: los liberales europeos quieren que sea recordado como un ardiente abolicionista, los liberales africanos, que sea juzgado como el precursor del peor colonialismo. A las voces de los primeros se unen las de ciertos gobernantes africanos en busca de prestigio internacional; a las de los segundos, las de ciertos intelectuales de izquierda émulos de Robespierre. Todos quieren apoderarse de los despojos de Brazza y desenterrarlo de su primera tumba para inhumarlo bajo un fastuoso mausoleo, en el Congo o bajo la bóveda del Panteón de París. A Deville, en cambio, le interesa más la personalidad del héroe que su disputada gloria, cosa que es, lo sabemos, arbitraria. En la última página del libro, Deville anota que en el verano de 2008, al acabar su redacción, se entera de que una sobrina bisnieta de Brazza demanda, ante el Tribunal Superior de París, a la República del Congo (que aún no ha terminado el prometido mausoleo) por incumplimiento de sus obligaciones, y pide “la repatriación de los restos mortales a Italia”.

Como en un tapiz de múltiples hilos, Ecuatoria entrelaza las abominaciones y absurdos del siglo XIX con las del nuestro, y pone en juego a inesperados contemporáneos que deshilvanan sus vidas en las selvas del Congo y en los desiertos de Argelia: Lord Gordon de Khartoum y Livingstone, el doctor Schweitzer y Joseph Conrad, Céline y el Che Guevara, Gide y Cendrars, John Huston y Julio Verne, Pierre Loti y Rimbaud, Jonás Savimbi (héroe de la independencia de Angola) y Brazza. Deliberadamente, evita convertir a estos hombres en personajes de Plutarco, superficialmente opuestos. Deville busca otros rasgos comunes, menos fácilmente discernibles. Comparando a Brazza con Savimbi, por ejemplo, escribe: “Ambos tienen en común su larga marcha a través de la jungla africana. También tienen en común haberse extraviado en la historia y haber sido vencidos”.

A tal memorable lista podremos ahora agregar a Patrick Deville: sus recorridos son literarios, pero antes fueron materiales como los de sus héroes, a través de paisajes lejanos, importantes y, de un cierto modo, olvidados, y que ahora, gracias a sus libros, son lo que sabemos de la verdad.

Ecuatoria. Patrick Deville. Traducción de José Manuel Fajardo. Anagrama. Barcelona, 2015. 324 páginas. 19,90 euros.

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