El bosque no deja ver los árboles
Tim Robbins pone en escena un montaje sugestivo, ocurrente y recargado
Sueño de una noche de verano es un cuento de hadas festivo pero melancólico, una mascarada escrita para una boda cuyos aristocráticos contrayentes, que tienen su réplica escénica en las figuras de Hipólita y Teseo, acabaron participando en el baile final; un divertimento que da mucho juego escénico pero del que pocas lecturas novedosas caben. Tim Robbins lo ha puesto en escena con línea clara: hasta Oberón y Titania, reverso de los duques en otros montajes, tienen aquí un carácter desenfadado y nada temible. El espectáculo, hecho con medios materiales escasos pero con un reparto de amplitud inusual hoy en una compañía privada, resulta sugestivo por la continuidad y el protagonismo del movimiento coral, por la fluidez con la que sus actores se desdoblan y por el desparpajo con que propinan los golpes cómicos que Shakespeare les sirve.
SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
Autor: William Shakespeare.
Intérpretes: Pierre Adeli, Monica Quinn, Bob Turton…
Director: Tim Robbins.
Almagro. Espacio Miguel Narros. Del 3 al 6 de julio.
Robbins y sus compañeros de The Actors’ Gang se proponen divertir, y lo consiguen; en la segunda función que ofrecieron en el Festival Clásicos en Alcalá, el público lo rió todo: las gansadas de los intérpretes de Lisandro y Hermia, no más graciosas que las que uno ha visto en otros montajes de esta obra; los aspavientos de Helena (tendría otro mérito que su intérprete despertara la hilaridad con una actuación contenida), los rugidos del actor que hace de cómico amateur disfrazado de león… La relativa singularidad del montaje de Robbins estriba en que la fracción del elenco que no tiene papel en una escena pasa a formar parte de un coro que, provisto de ramas y flores, representa al bosque y a sus criaturas (recurso similar al que utilizó Juan Carlos Corazza en Comedia y Sueño) y cuyo carácter jovial y naïf evoca el del coro de El rey león.
Miedo al vacío
El caso es que la laurisilva de brazos agitados permanentemente por un viento imaginario acaba cobrando un protagonismo que distrae tanto más de la acción central cuanto que sus intérpretes acompañan su cimbreo de caderas con trinos, gorjeos, zureos, ululares, croares, ladridos y zumbidos innúmeros: solo falta la berrea del venado, parafraseando a aquel colega que, al ver a media plantilla del Teatro de Arte de Moscú empleada en imitar sonidos de la naturaleza en El jardín de los cerezos, le observó con sorna a Stanislavski, su director: “Solo faltan las picaduras de los mosquitos”, presentes también en este Sueño… Si el aleteo de una mariposa en Coria puede provocar un maremoto en el Pacífico, imagínense lo que no provocará este no parar quietos.
Por miedo al vacío, Robbins lo rellena todo, también de músicas y coreografías. Ha optado por la acumulación en lugar de por la serena austeridad del Peter Brook de La flauta mágica, montaje de carácter parecido pero con otro grosor. Ante el protagonismo creciente del bosque, Puck pasa a segundo plano. Como el juego de los cuatro amantes, el de los cómicos está llevado a su extremo, sin la afinación precisa. A la inmensa mayoría del público todo ello pareció encantarle, y hasta alguno que bostezaba se puso en pie a aplaudir, como un resorte.
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