¿Clásicos o novedades para niños y adolescentes?
Las obras dirigidas a estas edades tratan lo más complejo de la forma más inteligente, que es siempre la más sencilla.
Elevación y desconcierto
Por Luis Magrinyà
"Los niños tienen una sensibilidad incalculable para todo lo que es elevado y profundo, en imaginación y sentimiento, siempre y cuando sea también sencillo. Solo lo artificial y complejo los desconcierta": lo decía Nathaniel Hawthorne en su prólogo a El libro de las maravillas, la recreación "para niñas y niños" de algunos mitos griegos que publicó en 1852. Elevado y profundo, pero también sencillo. No es poca cosa.
Los niños tienen una sensibilidad incalculable para todo lo que es elevado y profundo, en imaginación y sentimiento, siempre y cuando sea también sencillo. Solo lo artificial y complejo los desconcierta Nathaniel Hawthorne
En las prácticas infantiles de lectura en voz alta al borde de la cama, padre e hija disfrutaron de estos mitos griegos, y eso que al padre leer en voz alta le cansaba. "¡Sigue a la vaca! ¡Sigue a la vaca!": la advertencia del oráculo de Delfos al príncipe Cadmo sigue hoy dándoles risa a los dos, porque se convirtió en una extraña y secreta consigna de la vida en común. Como algunas canciones, creó lazos. La historia del rapto de Europa y de la infinita búsqueda de la pequeña raptada —a cargo de su madre, sus tres hermanos y un noble amigo— combinaba temas ciertamente "elevados y profundos", si no desoladores: degradación, falta de rumbo, fracaso, nostalgia, culpa y remordimiento. La visión que, para un niño, se desprende de la vida futura parece desesperante: buscar, buscar, buscar algo que nunca se encontrará. Y además ¡seguir a la vaca! Hasta el mismo narrador se olvida de Europa y concluye el cuento no solo sin encontrarla, sino sin contarnos qué fue de ella, cuando fue con ella precisamente con quien empezó. Esto a la hija no se le escapa: "¿Y Europa?". Y el padre debe explicarle, como puede, o sea, mal, que las narraciones modernas matan a la protagonista a la mitad, y que luego todo es una persecución precaria de lo que queda. Y, vamos, que lo que queda, pongámonos profundos y elevados (¿también sencillos?), es el tipo de historia que a uno le espera.
Los neuropsicólogos dicen que los adolescentes tienen el cerebro en obras, pero seguramente ya —digo yo— con neurorreceptores para lo "artificial y complejo". Los amigos de 16/17 años de la hija han leído todos 1984, de George Orwell. Ven un ejemplar en las estanterías y dicen: "Justo en tu casa tenéis que tener la mala traducción, la que traduce Hermano Mayor y no Gran Hermano". Brrr. El padre conserva ahí un resquicio: "No, la buena traducción es Hermano Mayor"; en estas cosas la hija le cree, y de hecho pasa el parte a los amigos, que, ante semejante autoridad, retroceden dos centímetros. Pero, aprovechando la presión del grupo de edad, que es el que influye de veras, y la circunstancia de que ninguno de los dos ha leído la novela, el padre propone a la hija que la lean a la vez, cada uno en su cuarto: a ver quién termina antes. Superstición de la apuesta y el reto: a veces funciona. Un consejo preliminar: "Recuerda que esta novela se titula 1984 porque el autor la terminó en 1948. Si la hubiera terminado en 1949, se habría titulado 1994. Y que 1948 es solo tres años después de la II Guerra Mundial". El padre, y mira que es lento, termina de leer antes. "Me ha gustado mucho todo, menos la parte del amor; esa parte es superantigua", dice. Al cabo de unos meses termina la hija: "A mí también me ha gustado, pero no esperes ninguna reflexión seria". Da la impresión de no estar "desconcertada".
Luis Magrinyà es escritor. Su último libro es Estilo rico, estilo pobre (Debate).
Ni moraleja ni moralina
Por Nuria Barrios
Abro siempre los libros destinados a niños como quien mete las manos en el agua de un río, escarba en el fondo arenoso y, al sacarlas, ve resplandecer entre la arcilla pepitas de oro. Busco aquellos que me devuelvan el asombro y la perplejidad de cuando era niña, que me regalen el placer de entonces. Historias sin moraleja ni moralina ni intenciones didácticas, que me lleven a contemplar las cosas desde puntos de vista inusuales, a cuestionar lo cotidiano. Libros que hablan de lo más complejo de la forma más inteligente, que es siempre la más sencilla. Libros que saltan la barrera de la edad y la barrera de los géneros. ¿Qué puede ser más exigente que escribir para un niño? Como dice el inteligente y poético Wolf Erlbruch: "Somos pequeños seres haciendo preguntas difíciles sobre nuestra pequeña existencia. Los niños ven el mundo como es y lo entienden igual que nosotros lo entendemos; es decir, no mucho. Para comprobar cuánto nos parecemos hace falta crecer". Somos los adultos, y no los niños, quienes debemos crecer, y eso implica librarnos de prejuicios, quitarnos la gruesa venda del olvido. "Los niños saben todo", le dijo Maurice Sendak a Art Spiegelman durante un paseo por Connecticut, donde vivía. "En realidad, la niñez es intensa y rica. Es vital, misteriosa y profunda".
La literatura infantil y juvenil ha demostrado ser la más resistente dentro de la castigada industria
La literatura infantil y juvenil ha demostrado ser la más resistente dentro de la castigada industria del libro. Entre sus muchas novedades, me gustaría recomendar algunas que plantean una concepción distinta del niño, una concepción distinta del adulto y una concepción distinta de la lectura. Libros como Yo, persona (Wonder Ponder), la segunda entrega de la interesantísima colección Filosofía Visual para Niños, que iniciaron Ellen Duthie y Daniela Martagón con Mundo cruel. Una modernísima caja de Pandora, repleta de preguntas de apariencia inofensiva que provocan reflexiones nada inocentes: ¿Cuál es tu primer recuerdo? ¿Tienes la certeza de que es un recuerdo real? ¿Qué parte de la persona que eres hoy estaba ya ahí cuando eras bebé y seguirá estando ahí cuando tengas noventa y un años? Si un clon tuyo hiciera algo mal, ¿quién sería responsable?¿Qué cosas son las que te hacen una persona única y distinta de todas las demás? ¿Quién eres tú?
Saber quién eres tú implica saber quién es el otro. Descubrir el mundo a través de los ojos de quienes son distintos, a veces tan distintos que parecen extraterrestres, como en estas dos historias protagonizadas por una niña y un niño con síndrome de Down: 47 trocitos (Edebé), de Cristina Sánchez-Andrade, y Planeta Willy (Takatuka), de Birte Müller. Volver a nombrar el mundo, y sentir de nuevo la extrañeza de la vida, como en El niño de las siete (las seis en Canarias) (Diego Pun Ediciones), de Juan Cruz Ruiz. Nombrar lo que se oculta, aunque nos cueste la vida, como en la hermosa novela All for Love (Lóguez), donde se habla del sida. Explorar el poder de las palabras para descubrir el amor, como en El signo prohibido (Edebé), de Rodrigo Muñoz Avia, un tierno homenaje a Georges Perec.
Nuria Barrios es escritora. Su último libro es Ocho centímetros (Páginas de Espuma).
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