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Piratear el ‘Quijote’

La edición del Quijote de Avellaneda a cargo de Luis Gómez Cansecos es la mejor para entender el famoso apócrifo

Ilustración del 'Quijote' de Avellaneda.
Ilustración del 'Quijote' de Avellaneda.

Alonso Fernández de Avellaneda no debe su fama póstuma a la continuación apócrifa que dio en 1614 al Quijote de 1605, sino al propio Cervantes, quien, en aquel momento, estaba redactando su segunda parte. Publicada a su vez un año después, esta fue la mejor respuesta que podía esperar el impostor, quedando así inmortalizada su falsificación. Un siglo después, en Francia, Lesage la tradujo libremente con el propósito de rehabilitarla y, con ella, a su autor. La posteridad no ha ratificado este intento, de modo que el Quijote apócrifo sigue considerado un caso de piratería literaria. Se han publicado en España, desde el siglo XVIII, más de 20 ediciones del libro, de las cuales nada menos que 7 han aparecido desde el año 2000. Pero el interés de los cervantistas no se explica por el valor literario de la representación que nos ofrece de los protagonistas, convertidos, el uno en monigote, el otro en bufón. Extraños al mundo en el que se mueven, reproducen con una regularidad mecánica los mismos comportamientos estereotipados, y su trato aparente no es más que un diálogo de sordos, un perpetuo vaivén entre dos soliloquios redundantes y verbosos.

En realidad, hasta una fecha reciente, la atención de los editores se ha centrado más bien en la identidad del misterioso Avellaneda. Disimulados bajo ese seudónimo, se ha creído encontrar hasta 40 personajes de diversa condición: un gran señor, amigo y protector de Lope, el duque de Sessa; un dominico, Juan Blanco de Paz, cuyas calumnias había soportado Miguel en Argel; otro dominico, fray Luis de Aliaga, el propio confesor de Felipe III; hombres de letras, entre ellos Mateo Alemán, Bartolomé Leonardo de Argensola, Guillén de Castro, Ginés Pérez de Hita, Tirso de Molina, Suárez de Figueroa y, por supuesto, Lope de Vega, quien, de hecho, bien pudo haber escrito el prólogo.

Hace un cuarto de siglo, Martín de Riquer pensó que podría tratarse de Jerónimo de Pasamonte, el soldado-escritor que inspiró a Cervantes el personaje del galeote Ginés. Habría puesto su pluma al servicio del Fénix, contribuyendo de esta forma a complicar un poco más la historia bastante enmarañada de las desavenencias entre los dos escritores. La hipótesis es interesante, pero, a falta de argumentos realmente probatorios, no es más que una hipótesis. Luis Gómez Canseco, a quien debemos, además de una primera edición del Quijote apócrifo, publicada en 2000, varios estudios complementarios, no ha encontrado la salida de este laberinto, poniendo el nombre de Avellaneda entre comillas. Pero las páginas que dedica a este intrincado problema constituyen el mejor estado de la cuestión. Además, los datos que entresaca del texto le permiten bosquejar un ‘Avellaneda según Avellaneda’, asentado en las lecturas, las creencias y las convicciones del falsario. El capítulo titulado ‘Un libro de entretenimiento’ nos ofrece, sucesivamente, un recorrido por el apócrifo en tanto que imitación del primer Quijote, un ponderado análisis de su disposición y escritura y un fino estudio de la adulteración de los personajes creados por Cervantes. Finalmente se exponen los criterios de una edición ejemplar, tanto en el establecimiento del texto como en las notas, el aparato crítico y los anejos.

Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha. ‘Alonso Fernández de Avellaneda’. Edición de Luis Gómez Canseco. Real Academia Española. Madrid, 2014. 651 páginas. 33,25 euros.

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