Oasis de sensualidad entre vaharadas de testosterona
Antony y Kelela aportan sofisticación y encanto en una jornada patroneada por las guitarras
Antony y Kelela aportan sofisticación y encanto en una jornada patroneada por las guitarras
En los festivales guitarreros la testosterona suele correr a raudales. Se expresa mediante las posturas machotas de los guitarristas, por medio de sus sonidos duros, compactos, sudorosos, poco dúctiles y por lo general escasamente flexibles. No es una crítica, es una mera constatación, algo así como decir que el cielo suele ser azul si no hay nubes. Pues bien, en una jornada que en una de sus rutas ofrecía un recorrido de guitarrazo y tente tieso, florecieron como una rara avis, como una flor en el arenal, las actuaciones de Antony y de Kelela, dos formas de sensualidad distintas pero hermanadas por la falta de esa testosterona que tan fácilmente se digiere. Fueron dos de las notas descollantes en la primera jornada oficial de festival, marcada, además, por la constatación de que la uniformidad tópicamente indie de sus consumidores se está desdibujando con la creciente incorporación al público de personas no particularmente adscritas a ninguna estética determinada. Sí hay barbas, pero también multitud de espectadores que parecen haberse vestido echando la mano al armario cuidando de cerrar bien lo ojos. Los tópicos parecen desplazarse a las miradas más que a los mirados.
Antony logró lo imposible, que en una multitud se chistase al que descuidadamente patease aunque fuese de forma involuntaria un vaso de cerveza abandonado a su suerte en el suelo. Increíble. Silencio propio de homilía para seguir una actuación pautada por los arreglos orquestales a cargo de la Orquesta Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Pausa pues para que la voz de Antony, ataviado de blanco como toda la orquesta aunque él con una túnica que recibía eventuales proyecciones, se proyectase tranquila, sin excesiva compostura y amaneramiento, lírica aunque no recargada. Para valorar el silencio que logró de la multitud ha de patentarse que su repertorio no fue una sucesión de hits, y que incluso aquellos que interpretó sonaron diferentes a como están grabados en la memoria de sus seguidores. Vale, cerró con “Hope There’s Someone” y antes sonaron, entre otras “Ghost”, “Cripple And The Starfish”, “Another World”, “Blind”, “Cut The World” y “I Fell In Love With A Dead Boy. Hablando de muertos, la enorme pantalla situada tras el escenario en el que Antony gesticulaba, fue receptora de unas proyecciones en las que parecía mezclarse una representación de kabuki con un capítulo de Walking Dead. Lo más desasosegante, un actor mamando de los pezones de una cerda. Tal cual.
Hubo algo peor, pero esto lo montó la naturaleza y el azar. En un mingitorio masculino un mosquito revoloteaba justo en la zona donde los varones sitúan su evacuador de orina, generando la natural compulsión nerviosa en uno de ellos. Estuvo a punto de comprender que hay algo tan desastroso como una piraña en un bidé. Pero sigamos con la ruta sensual, que nos deja en el escenario donde actuó Kelela, una mujer de origen etíope que hace una suerte de rhythm and blues nada acomodaticio aunque sofisticado sin asomo del perfume de Beyoncé y demás lustrosas reinas del género. Con unas bases elásticas y una voz extraordinaria, Kelela repasó su mixtape llevando al baile cadencioso, nada de cabeceos bruscos, todo elasticidad de juncal, a buena parte de la audiencia. Un verdadero oasis tras las áspera actuación de Ought, banda que se presentó en el último Primavera Club y que por momentos, tanto por la voz como por el guitarreo crispado e intenso, recordaban a The Fall.
A todo esto la tarde había comenzado de manera poco menos que estupenda, con la actuación de un osito panda que asusta. En el Auditori, un rincón oscuro que impresiona, Panda Bear despachó una actuación en la que bajos rotos y saturados sustentaron capas de sonidos rematadas por su voz, muy filtrada, como de monaguillo al que pisan los juanetes. Temas como “You Can Count On Me” o “Crosswords” mostraron su pop descuajeringado y electrónico, una manera de reducir el impacto melódico de sus canciones. En su intento por llevar el pop más allá dejó pasmado al Auditori en pleno. Más clásicos estuvieron Giant Sand con Howe Gelb a la cabeza y su aspecto de indio navajo cuya efigie merecería estar semienterrada como un moai en la isla de Pascua. Su actuación fue de menos a más, comenzando fronteriza y acabando eléctrica, siendo rematada por “Tumble And Tear” una pieza de su primer disco. Fue la cuota guitarrera en una noche en la que las guitarras, en este caso hipnóticas, también sonaron a tuareg con Mdou Moctar, prueba de que no siempre hay testosterona tras las seis cuerdas.
Babelia
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