Galsworthy sigue vivo
Ágil, incisivo e irónico, la impronta de la obra del autor de 'La saga de los Forsyte', premio Nobel en 1932, marcó el rumbo de los tiempos modernos
Aunque popular y leído, el Nobel de 1932 John Galsworthy fue barrido por el ímpetu de los narradores ingleses del grupo de Bloosmbury. Virginia Woolf y sus colegas se encargaron de dejar fuera de combate a novelistas como él. La claridad de ideas de Galsworthy, la transparencia de sus personajes, así como la impecabilidad de la trama y su concepción de la novela como estructura flexible dirigida por un propósito insoslayable, habían pasado de moda. Este hombre, nacido con una cuchara de plata en la boca, ni siquiera era difícil y original como Henry James, o sintácticamente retorcido como su padrino Joseph Conrad. No, él estaba en la diáfana línea de George Eliot y Thomas Hardy. Al escribir, Galsworthy pensaba en Turgueniev y su realismo inefable, y, como Stendhal, hacía de la precisión y la sobriedad absorbida en el estudio de las leyes su divisa para contar una historia. Era de otro siglo. Sin embargo, a finales de los sesenta, una serie de la BBC lo puso de actualidad. La saga de los Forsyte entró en todos los hogares con el glamour final de la época victoriana. Años después ha vuelto a las pantallas con Downtown Abbey. Galsworthy sigue vivo.
Y es que se trata de un narrador de fuste: ágil, incisivo, ligero, claro, intuitivo, suavemente irónico. Su obra no tiene parangón en la literatura del siglo XX en tanto que espejo en el camino de tres generaciones cuya impronta marcó el rumbo de los tiempos modernos. Tres años antes que él, Thomas Mann había recibido el Nobel en parte por algo parecido, la saga de los Buddenbrook. Pero Mann era fáustico y tenía otros intereses, servía a su lengua, si bien no estaba comprometido con su sociedad. Galsworthy se sentía "dentro" y por eso pintó un impresionante fresco de su propia clase sin olvidar las menos favorecidas, dándonos a conocer lo que latía en el corazón y bullía en la cabeza de un "propietario", ese pilar de pura raza inglesa que vivía para preservar una “concha vacía”. Creó a Soames Forsyte y le dedicó nueve novelas agrupadas en trilogías que correspondían a las postrimerías de la era imperial, el mundo posvictoriano y el desbarajuste que siguió a la Gran Guerra.
La evolutiva mirada que Galsworthy proyecta en Soames a lo largo de estas miles de páginas va a la par con la percepción de sí mismo y de los cambios a su alrededor. Primero es satírico, le tira de las orejas a su personaje, se distancia de él, aunque sabe que su yo tiene algo de ese Forsyte, abogado como él. Después empezamos a ver que tras esa sobria y prosaica respetabilidad hay algo de veras genuino. Los sentimientos de Soames al observar el cortejo fúnebre de la reina Victoria desde la reja de Hyde Park en compañía de su segunda esposa conforman un personaje lúcido. Y por fin, cuando entramos en la "comedia moderna” vemos a un hombre que se aferra a sus principios en un mundo que los ha perdido todos, y entonces su creador destila simpatía y compasión por él. Soames acaba dando genio y figura a ese perenne rasgo insular común a todos los estratos sociales que el comité Nobel llamó gentleness y por el cual sus compatriotas, nos dice el autor de Surrey, son "incapaces de rendirse, de abandonar, de morir".
Esta oportuna recuperación de Galsworthy en una muy legible traducción ha empezado con la última trilogía (tras el prometedor arranque de Bajo el manzano). En El mono blanco nos presenta a la pareja formada por Fleur, la hija de Soames, y Michael. Ella colecciona personajes en su salón y él es editor. El enredo amoroso de Fleur con un poeta y la posición de consejero de Soames en una sociedad atacada por el virus alemán van perfilando una sociedad que, pese a los atolondrados pasos de baile hacia el futuro, "sólo creía en el pasado". Mujeres ávidas, chicas rebeldes, gentlemens de club, artistas, míseros desempleados, perros: todos ellos van creando una verosímil crónica londinense de entreguerras con una asombrosa fidelidad a los detalles y sin caer en el costumbrismo. En el segundo tomo, La cuchara de plata, Michael entra en política defendiendo un movimiento de regeneración nacional, mientras que Fleur tiene un tropiezo social de consecuencias para su padre, concentrado en “la presencia intangible de Inglaterra”. En la tercera parte, El canto del cisne, Soames y Fleur regresan de un largo viaje, y él, que empieza a notar la edad, se enfrenta a la disolución del mundo en el que ha vivido. Obsesionado por Irene, su primera mujer, Soames visita el lugar de sus ancestros para apoyar su espalda en la única piedra que permanece en pie. Y allí, mientras su conciencia sigue manteniendo vivos "el lento sentido del humor, la moderación, el coraje", se rinde a la inevitable nostalgia del tiempo perdido.
Capítulo tras capítulo de estos tres tomos que se leen con placer, Galsworthy nos mantiene atentos a sus pequeños toques del gran lienzo con las dosis justas de melodrama y emoción, de crónica social y calibrado análisis histórico.
John Galsworthy: El mono Blanco.Traducción de Susana Carral. Reino de Cordelia. Madrid, 2013. 454 páginas. 24,95 euros / La cuchara de plata. Traducción de Susana Carral. Reino de Cordelia. Madrid, 2014. 478 páginas. 25,95 euros / El canto del cisne. Traducción de Susana Carral. Reino de Cordelia. Madrid, 2015. 456 páginas. 25,95 euros
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