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Memorias de un tiempo con futuro

El escritor Geoffrey O'Brien viajó en ‘Tiempo de soñar’ por las aspiraciones y los temores de los años sesenta

James C. Farley grita ante el cuerpo herido de un compañero en Vietnam.
James C. Farley grita ante el cuerpo herido de un compañero en Vietnam.LARRY BURROWS/TIMEPIX

El escritor neoyorquino Geoffrey O'Brien (1948) vivió su infancia y su primera juventud cuando el futuro aún tenía futuro. O, en sus palabras, cuando “tenía un estilo propio”. Elogiado por firmas como Susan Sontag o Jonathan Lethem como un texto fundamental para entender toda una época, Tiempo de soñar, que escribió en 1988 y que ahora edita en castellano Alpha Decay, es un relato alucinado, entre el libro de memorias y el ensayo lírico, que intenta captar el miedo al pasado bélico inmediato de los retoños del baby boom, las fabulaciones futuristas de los cincuenta, la paranoia nuclear, la cultura pop, el boom lisérgico, la escalada contracultural y los años sesenta como década constelación en la que pasó de todo y pudo suceder aún más.

Cuando las estrellas de Hollywood aportaban la peculiaridad “en un mundo de políticos intercambiables”, los arcos argumentales de Marvel Comics remozaban La Odisea, la vida inteligente existía en el espacio exterior (y dentro de la Tierra) y tanto la utopía hippy como la tecnología dibujaban horizontes benignos.

“Absorbimos de niños la idea de aniquilación antes que la de muerte”

A pesar de su subtítulo (Episodios de los sesenta), Tiempo de soñar arranca antes de esa década clave. En concreto, con la escena de “unos niños que hablaban de Hiroshima en los columpios de los suburbios”. Esos hijos que fueron engendrados cuando los soldados de la Segunda Guerra Mundial regresaron a casa y que intentaban fraguar una épica oral con fragmentos deslavazados sobre Múnich, Pearl Harbour y Stalingrado. “Los adultos no hablaban mucho de esa guerra, al menos los que habían luchado o los que habían perdido a parte de su familia en Europa. Solo había rastros y pistas… y, por supuesto, películas de Hollywood. Para los niños eran historias que tenían más que ver con un mundo de fantasía”, apunta O'Brien, editor jefe de la Library of America.

Cómo explicar el horror de esa guerra trajo de cráneo a autores que la padecieron como Kurt Vonnegut, que lo logró con Matadero Cinco. En el primer capítulo de esa novela, una madre le pide encarecidamente al narrador que no describa el conflicto recurriendo a la épica: “Pretenderás hacer creer que erais verdaderos hombres, no unos niños, y un día seréis representados en el cine por Frank Sinatra o John Wayne, y la guerra parecerá algo tan maravilloso que tendremos muchas más”.

O'Brien también expone como los artefactos culturales (tebeos superheroicos, películas de espías, discos de pop psicodélico) determinaron las actitudes de la gente. Además, busca un tono entusiasta pero apesadumbrado y elíptico, para narrar lo inenarrable. “Fuimos niños que absorbieron la idea de la aniquilación mundial antes de saber qué era la muerte. Todos los pensamientos sobre la muerte eran a una escala gigantesca, tanto por el miedo nuclear como por los caídos en la Segunda Guerra Mundial”, señala. J. G. Ballard decía en muchos de los ensayos que publicó a finales de los setenta que en la década anterior el futuro aún tenía futuro y que lo tendría hasta que la ciencia ficción, siempre más veloz que la ciencia, mitigara la capacidad de maravilla del hombre. “Para mi generación la idea de viajar al espacio exterior era una posibilidad excitante”, explica O'Brien, que añade: “Eso se ha perdido: las fantasías realistas actuales sobre el futuro tienden a ser distópicas o apocalípticas. El futuro que nosotros anticipamos está aquí, en algunos casos de forma mucho más extrema, pero también mucho menos mágica”.

Esa idea de futuro tenía también, en los sesenta, una dimensión política. Un futuro mejor, que se lograría por la vía de la imaginación y de un activismo antibélico que afianzara los derechos civiles. También de las drogas. “Los cincuenta y los sesenta fueron la infancia y la adolescencia de lo que ahora somos. Por ejemplo, la popularización de las drogas psicodélicas fue algo único y extraordinario. Y el libro, en parte, va de eso”, cuenta.

A esa época aún le quedaba un epílogo. Explica Thomas Frank en La conquista de lo cool (Alpha Decay) que “la contracultura de una generación fue la plantilla comercial de la siguiente”. El Geoffrey O'Brien de 2015, con 67 años, hace balance: “Éramos jóvenes y naif. No habíamos calculado lo rápidamente que las estéticas más extremas y las experiencias sensuales podían ser asimiladas por los mundos de la publicidad y de las relaciones públicas”. De sus palabras se desprende la idea de que el futuro ya está aquí, pero al mismo tiempo no es lo que era.

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