Liturgia laica
Foccroulle tocó como si se encontrase en la catedral de Freiberg
A sus cuarenta años, el más grande compositor de todos los tiempos, Johann Sebastian Bach, seguía siendo un perfecto desconocido más allá del reducido ámbito geográfico alemán en que se desarrolló su vida profesional. En su fuero interno, él debió de ser consciente en cierta medida de lo primero y quiso poner remedio, de puertas afuera, a lo segundo cuando decidió editar él mismo algunas de sus composiciones para teclado. Mal podía alcanzar la fama, y difícilmente podrían interpretarse sus obras, si no visitaban la imprenta. Así nacieron, entre 1731 y 1741, las cuatro entregas de lo que decidió denominar Clavier-Übung, esto es, práctica o ejercicios para teclado, un título muy modesto que encubría una sucesión ininterrumpida de obras maestras para clave y órgano.
El organista belga Bernard Foccroulle ha tocado en Madrid una amplia selección de los preludios corales del Clavier-Übung III, así como el preludio y la fuga colosales que, desgajados en la publicación, se sitúan a modo de proemio y colofón, orquestados —como música intemporal que son— por Arnold Schönberg en 1928 y estrenados por Wilhelm Furtwängler al año siguiente. El concierto forma parte de un proyecto del Centro Nacional de Difusión Musical para ofrecer a lo largo de veinte sesiones, con otros tantos organistas, todas las obras para órgano de Bach durante la presente y la próxima temporada. Foccroulle es más que merecedor del privilegio de que le hayan ofrecido tocar un programa con un contenido tan homogéneo, con obras todas ellas incluidas en el Clavier-Übung de 1739 y no una miscelánea con piezas procedentes de aquí y de allá: no sólo ha grabado admirablemente en órganos históricos la opera omnia organística de Bach, sino que también ha buceado de forma sistemática en la música de los antecesores y maestros del alemán (Scheidemann, Reincken, Buxtehude, Pachelbel, Weckman, Böhm, Bruhns o Tunder). Bach aprendió de ellos y siguió su estela, pero luego dejó atrás a todos y, por decirlo con palabras de Paul Hindemith, “se elevó tan alto que logró trascender lo material y penetrar en el pensamiento puro”.
Ninguna de las piezas que escuchamos es sencilla: hay en todas un derroche de ciencia musical y un despliegue de técnicas contrapuntísticas muy complejas, que conocen quizá su cenit en la tupida fuga a seis voces de Aus tiefer Not. En los preludios se esconde la melodía de un coral luterano, siempre debidamente realzado por Foccroulle, que no renunció a las repeticiones prescritas ni a una registración extemporánea para aligerar la música: no bajó la guardia de la austeridad jamás y tocó como si se encontrara en la catedral de Freiberg ante su órgano Silbermann, uno de los constructores predilectos de Bach. Sus dos manos y sus dos pies, casi milagrosamente independientes y visibles en una pantalla debajo del órgano, obraron verdaderas maravillas.
Aunque tradicionalmente las butacas del Auditorio Nacional han estado semivacías en los conciertos de órgano, este ciclo ha logrado llenarlas, quizá no tanto al reclamo del nombre de Bach, sino de las bebidas y manjares que se ofrecen antes y después de los conciertos en los diversos tenderetes montados en el vestíbulo, de ahí que la serie lleve el poco plausible nombre de Bach Vermut. El público, animado quizá por el aperitivo previo, se obstinó en aplaudir después de cada una de las piezas, rompiendo así el necesario clima de concentración, silencio y reflexión que demanda esta música, concebida en su día como parte de los servicios eclesiásticos luteranos. Y es que la liturgia ha pasado a ser ahora puramente laica pero, entre el vermut de antes y el de después, un millar largo de personas volvieron a casa no sólo materialmente avituallados, sino también espiritualmente enriquecidos.
Babelia
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