Voces sobre las aguas
Llamazares logra una convincente caracterización de cada personaje y una trama fascinante
En 1968 se llenó el embalse del Porma y anegó los pueblos leoneses de Vegamián, Campillo, Ferreras, Quintanilla, Armada y Lodares. En aquel año, Julio Llamazares tenía nueve de edad, era hijo del maestro de Vegamián y fue de los primeros en abandonar la zona en pos del nuevo destino de su padre. Los personajes de su novela, Distintas formas de mirar el agua, proceden de Ferreras y fueron de los últimos en salir: como todos los vecinos, fueron realojados, muy lejos de allí, en la comarca palentina de Tierra de Campos, donde ese mismo año de 1968 se completó la desecación de la laguna de la Nava y se construyó uno de aquellos “pueblos de colonización” —Cascón de la Nava— que el franquismo declinante seguía presentando como una de sus grandes conquistas sociales. Ahora, en el año 2014, esta novela cuenta el último regreso de una familia a la vista del agua que cubrió sus tierras para arrojar allí las cenizas de quien fue marido, padre, suegro o abuelo de todos ellos: el hombre que siempre quiso volver, como si fuera —piensa Raquel, su nieta, un tanto pedante— un “Ulises campesino y provinciano cuyo sueño era volver al sitio en que nació por más que nadie lo esperara allí”. En aquel lugar —cavila Alex, otro de sus nietos— que ha venido a ser “una gran fosa común hecha con agua en lugar de con tierra”.
Llamazares no cuenta sus propios recuerdos, por supuesto, pero seguro que esta excelente novela coral ha sido de gestación lenta. Su acusado interés de siempre por la larga agonía de la vida rural española no busca un testimonio político, ni siquiera sociológico; de estos destinos de desarraigo le importa más la perduración de los lazos vitales y la fuerza de la resignación laboriosa. A la orilla del embalse que guarda su pasado, todos saben que “hay distintas formas de mirar el agua” y que “depende de cada uno y de lo que busque”. Y no es casual que estas palabras —eco del título— sean las de un hijo del muerto, Agustín, al que todos tuvieron por deficiente mental y vivió como una sombra fiel y trabajadora. A su modo ha sido feliz. Pero tampoco hay tragedia en ningún otro de los viajeros, porque no les ha ido tan mal en la vida: la tierra de la laguna era mala pero abundante, alguno de los hijos pudo estudiar y otros emigraron; ellos y los nietos forman ya esa suerte de clase media que ha ido brotando en este país, fruto de tantos años de sacrificio de campesinos o de obreros. En 1988, cuando se hizo un clamor la lucha contra los nuevos embalses, Llamazares publicó una de las novelas más leídas de aquellas fechas, La lluvia amarilla, donde cedía la palabra al último campesino que había vivido en el pueblo de Ainielle, en la comarca pirenaica del Sobrepuerto de Biescas. Ahora quienes monologan son los descendientes de Domingo, el expulsado de Ferreras. Los yernos y los nietos miran el nuevo paisaje con admiración. “La verdad es que es maravilloso”, empieza Miguel, su yerno. Pero Elena, su nuera, o María Rosaria, novia de un nieto, sienten que “sobrecoge este paisaje sin alma”, o que aquella belleza tiene algo de “siniestro”. A Teresa, la hija mayor, le fastidia en el fondo esa actitud admirativa: “Algunos exclaman mientras lo contemplan: ¡Qué bonito! Y qué triste, añado yo”. Y es que varios de los visitantes recuerdan otro viaje, cuando acudieron a ver las ruinas de los pueblos —cubiertas de fango— en ocasión de un desembalse. En alguno se advierte la mala conciencia: en José Antonio, el hijo que se estableció en Barcelona; también en Virginia, la hija que se hizo maestra, estudió fuera del pueblo y también le fue mal en su matrimonio. En otros, predomina un cierto rencor por la vida perdida, como sucede a Teresa, la hija mayor; Jesús, uno de los nietos, no entiende la fijación en el pasado, esa “negatividad” que en la vida de su abuela “guía todas sus actuaciones”, mientras que Daniel, el nieto que se hizo ingeniero de caminos, dedica buena parte de su monólogo a justificar la inevitabilidad de la destrucción del pasado en función del porvenir. Sólo la viuda de Domingo, el patriarca familiar, no mira el paisaje: sólo se ve a sí misma, a su marido, al afán de aquel tiempo en que “íbamos de un lado a otro gastando nuestras fuerzas y la vida en el trabajo de volver aquí”.
El autor no cuenta sus recuerdos, por supuesto, pero seguro que esta excelente novela coral ha sido de gestación lenta
Ninguno de estos monólogos sucesivos ha buscado representar el habla de cada cual. Ha sido una buena decisión que no obstaculiza en absoluto la convincente caracterización de cada personaje y la trama fascinante de la historia. Tampoco lo hizo Llamazares en La lluvia amarilla donde, sin embargo, la urgencia dramática del relatorio era más acusada: “La soledad entró en mi corazón —leemos allí— e iluminó con fuerza cada rincón y cada cavidad de mi memoria”. Aquí el rito funerario común acompaña una autorreflexión más sosegada y quizá fatalista. Y en este sentido, Distintas formas de mirar el agua revela la cercanía de la última novela del autor, Las lágrimas de San Lorenzo (2013), donde un padre y su hijo conversan largamente a la vista del espectáculo que buscaban: la lluvia de estrellas de los primeros días agosteños, en una noche pasada en la isla de Ibiza. Las estrellas o el agua son escenario propicio a la conversión del recuerdo espontáneo en biografía meditada. Y quizá también dan una tácita lección de piedad por el pasado y estoicismo ante el futuro, como lo hace esta novela conmovedora, intensa y madura.
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