La cosa cultural y las varitas mágicas
Un coloquio celebrado en Madrid aborda el valor económico de las artes
Si algo está claro en las aventuras culturales que intentan abrirse paso en un sector que aporta el 2,7% al PIB es que no hay un solo camino para conseguir el éxito —si se considera este como una combinación de reconocimiento y solvencia económica—, sino que, en función de ambiciones y medios, cada cual busca su vía. Un coloquio reunió el miércoles en Madrid a voces que pueden presumir de un resultado feliz, a la artista Cristina Iglesias y al secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle, que reconoció “el conservadurismo de Hacienda”, es decir, del ministro Cristóbal Montoro, a la hora de tomar decisiones que aflojen el lazo a un mundo castigado, entre otras plagas, por el IVA y la piratería.
Con fineza, Julián Rodríguez, artífice de la galería Casa sin Fin —en la madrileña calle Doctor Fourquet, ese patio trasero complementario del Reina Sofía— y de la editorial Periférica, contestó a Lassalle que parecía que hablaba de otro Gobierno, no del que le nombró cuando Mariano Rajoy llegó al poder hace más de tres años. Rodríguez, el pez más chico de los participantes en el debate La cultura como motor de desarrollo —organizado por la Fundación Botín y EL PAÍS y moderado por Javier Moreno, director editorial de PRISA— reivindicó “los proyectos culturales de guerrilla”, el trabajo en común, el que no busca ayudas ni subvenciones, el del codo con codo, porque lo de ir por libre no tiene recorrido.
Matadero Madrid, representado por su directora, Carlota Álvarez Basso, es un modelo mixto público-privado, un centro contemporáneo que ha transformado el desangelado ambiente junto a la plaza de Legazpi y que recibió en 2014 a más de un millón de visitantes, una cifra superior en un 33% a la de 2013. Es una apuesta que ha atraído a un público sobre todo joven a un espacio en el que puede ver una exposición, o una película, o una obra de teatro y tomar un café. ¿Es una cultura domesticada la de Matadero por ser un centro del Ayuntamiento o porque colabora con empresas?
Álvarez lo negó, recalcando que ejerce de presidenta de una comunidad de vecinos que, al parecer, se lleva mejor que la mayoría de comunidades, donde siempre hay algún ruidoso y alguien que quiere imponer su criterio.
Ahí fue cuando Lassalle disparó, mientras algunas cabezas hacían patente su discrepancia, contra la Transición y las tres patas de su reparto del poder político: Estado, autonomías y ayuntamientos. ¿Es el culpable el espíritu del 78 de los males de la cultura? Para Lassalle, esa división genera falta de cooperación y que cada uno cuente su película. Y que no ayuda nada la ausencia de una ley de mecenazgo —Lassalle glosó las bondades del modelo de EE UU— ni crujir con un IVA “excesivo” a la cultura.
En un debate en el que se habló tanto de dinero, la escultora Cristina Iglesias habló de su proceso creativo: “Cuando estoy con una obra, pienso en el espacio de la ciudad o del museo que la va a acoger como un refugio donde el ciudadano se evada”.
El pez más grande, el guapo al que todos quieren parecerse, o sea, el Guggenheim de Bilbao, habló por boca de su director general, Juan Ignacio Vidarte. Con los dólares de una gran fundación y la fórmula edificio espectacular más arquitecto estrella, ha transformado el paisaje de una ciudad cuya marca es universal. A rebufo surgieron imitadores en España, con poco éxito, porque cuando llegaba la hora de decidir qué se colgaba en las paredes no había nada. El Guggenheim ha tenido apoyo institucional que, en este caso, ha resultado beneficioso. En lo que hubo pocas discrepancias fue en que si se sigue con cambiantes e inoperantes planes de estudio, da igual lo que se proponga a una sociedad enseñada a buscar la satisfacción inmediata de lo espectacular. Seguimos en crisis, se dijo, así que la cultura y el arte tienen mucho que contar sobre lo que está pasando.
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