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Columna
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Sinfonía

‘Niveles de vida’, reciente narración de Julian Barnes, describe una relación armónica

Julian Barnes.
Julian Barnes.Carles Ribas

El término castellano de “sinfonía” etimológicamente deriva del griego y significa “con la misma voz” o, si se quiere, “de acuerdo”. Aunque su destino como palabra ha quedado confinado al terreno musical como un determinado modo compositivo para orquesta que consta de varios movimientos, se puede usar también como metáfora para describir cualquier relación armónica. Tal es el caso de la reciente narración del escritor británico Julian Barnes (Leicester, 1946), traducida a nuestra lengua con el título Niveles de vida (Anagrama), pues está dividida en tres partes o movimientos, los dos primeros dedicados a relatar la historia real de tres parejas respectivamente relacionadas entre sí y con el uso acordado de un par de instrumentos o actividades, mientras que el tercero es la reflexión personal del propio autor del texto a partir del duelo padecido tras el fallecimiento de su esposa, el auténtico tema musical que da pleno sentido a toda la composición. Los tres protagonistas históricos son el coronel Fred Burnaby, un militar británico, miembro del Consejo de la Sociedad Aeronáutica, que se hizo famoso por haber cruzado en globo el canal de la Mancha en 1882; Félix Tournachon, más conocido como Nadar, célebre fotógrafo del XIX, especializado en retratos, pero que, además, fue el primero en imprimir placas desde las alturas celestes, porque también era un arrojado valiente que volaba en globo, y la tercera, Sara Bernhardt, mítica diva del teatro, que fue amante ocasional de ambos y aficionada asimismo a las alturas aeroestáticas.

Las hazañas aeronáuticas y los enredos eróticos de altura los enhebra Barnes con su característico gracejo, pero este dulce sabor de aventuras que destila el ameno aroma de Julio Verne, cual si este par de movimientos iniciales estuvieran regidos por los ritmos de un molto vivace y un allegro maestoso, se troca en un trágico réquiem en su resolución. En esta capacidad para transformar el aire bufo de la vida en una soterrada catástrofe emocional, Barnes se asemeja a Mozart, que arranca entre risas a ras de suelo para solucionar verticalmente los conflictos en el cielo o el infierno. Una vida, como es, nivelada: regida por una risa mortal.

Afrodita, diosa del amor, era “anadiomene”, surgida de las aguas, pero, quizás, por eso mismo, propendía al mal de altura, a ser arrebatada y arrebatar por el díscolo aire de los vientos y, de esta guisa, concibió a una tropa de alados putti armados con letales flechas voladoras, determinando así que la naturaleza erótica era acuosa y aérea; es decir, inestable. De esta manera, tengan o no un motor, las barquillas que flotan o se elevan no tardan en encontrar su mortal huracán incontrolable. El duelo amoroso, por tanto, concluye siempre en una accidental caída mortal, con la separación de los amantes, con la ceniza de una pérdida. Este sabor amargo pone a prueba —evidenciándola— nuestra radical soledad.

En este sentido, resultan conmovedoras las cuitas de Barnes en la búsqueda de su amor perdido, sobreviviendo a sus muy escasas ganas de seguir viviendo, tras incendiarse su erótico globo y subitáneamente hundirse en el mar de la nada. Sin embargo, no es infértil su traumática caída, pues, “tras tanto andar muriendo”, como escribió el poeta español Francisco de Aldana, comprende al fin la inmortalidad del amor verdadero: que, para quien ha tenido el excepcional privilegio de amar y ser amado, el supremo don que te otorga el ser querido desaparecido, desde cualquier más allá, es la ofrenda de su propia muerte, que, en definitiva, es el recordatorio máximo que te entrega quien ya te ha dado todo lo que tenía a mano y te quiere seguir abrazando por siempre jamás. Tiene razón, así pues, Barnes al comprender que la pulverización de una feliz relación erótica inscribe en la frente del trágico superviviente la señal cenicienta de un sinfónico amor inmortal.

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