“Si pudiese tener cuerda para otros 50 años, lo haría encantado”
Víctor Manuel recorre a saltos su pasado en su 50 aniversario con los escenarios
Si no fuera reconocible a kilómetros cualquiera podría pensar que intenta entrar en una casa que no es la suya. “Juro que es mi oficina”, asegura con seriedad impostada Víctor Manuel San José (Mieres, 1947) mientras intenta encontrar la llave que abre la puerta exterior de su estudio en Madrid. A su lado, ha dejado caer el paraguas abierto: “Vaya día más desapacible”. El chirimiri de noviembre no cesa. Dentro, las luces cálidas destierran cualquier sensación de frío o humedad.
Se acomoda en un sillón cuyas orejas lo abrazan levantándole ligeramente las mangas de la americana. Conserva el atractivo al que se enganchó Ana Belén en 1971, la voz profunda, el estoicismo y la seriedad tibia. 50 años no son nada y lo son todo; a Víctor Manuel no le pesan, es la cifra que cumple sobre los escenarios y el motivo de su nuevo disco —la grabación del directo en Oviedo el pasado 13 de septiembre con muchos de sus amigos para celebrar su mitad de siglo con la música—. “Y si pudiese tener cuerda para otros 50, lo haría encantado”, sonríe mientras se pasa una cuidada mano por la sien, encanecida y semipoblada.
Yo pensaba que esto era un fogonazo, tener un éxito, ganar un poquitín de dinero, volver a mi pueblo y poner una cafetería. Así de corto era yo
Disfrutar del trabajo es un privilegio que no todo el mundo ostenta. Él sí. “Ni siquiera por las épocas más duras he pasado sin romperme ni mancharme. Si algo malo pasaba, yo tenía la sensación de que era porque tenía que pasar, algo habría hecho mal para que ocurriera”, espeta. Del 73 al 78 fue el periodo más difícil. La censura no permitió que Ravos, su comedia musical, se estrenara en España; lo hizo en México en 1972 bajo la dirección de Miguel Narros. Y durante cinco años la represión que acuchillaba España intentó volverlo invisible. “Después de eso nos colgaron por los pies a Ana y a mí. Ella tenía la excusa del cine, pero yo no tenía dónde agarrarme, tuve graves dificultades para cantar. Eso te marca en todos los sentidos”.
No todo fueron jarros de agua fría. También disfrutó ese batido de militancia, activismo política y música: “Aunque se resintió la música. No tengo ninguna canción apenas recordable de aquellos años”. Tuvo muchas otras después, de esas que se convierten en himnos, de esas que se cantan en los karaokes. Algunas de ellas reposan en alguna de las baldas de la estantería del salón donde se ha sentado, al lado de un ventanal ligeramente empañado. Nadie lo hubiese convencido en aquel momento de lo que hoy es su nombre en el imaginario musical español. “Yo pensaba que esto era un fogonazo, tener un éxito, ganar un poquitín de dinero, volver a mi pueblo y poner una cafetería. Así de corto era yo”, recuerda cerrando la frase con una carcajada. Pero las circunstancias le asfaltaron otro camino, y llegó un momento en el que ya no pensaba en nada que no fuera escuchar música, componer, y cantar. 1969, entonces ya supo que aquello no era provisional: “Tuve la sensación de que había llegado para quedarme”.
Así acabó en el disco duro de muchos hispanohablantes, es parte del poder de la música: “Se fija en un espacio y en un tiempo. Las canciones se adhieren a una relación, a una despedida… Siento que en cierta medida formo parte de alguno de esos momentos con tres generaciones”. En sus conciertos se emociona la abuela, recuerda la hija y tararea la nieta. “Aunque a la nieta le guste más Vetusta Morla, hay algo en las canciones transversal, intergeneracional”.
Nunca había vendido entradas de esa forma tan burra
Esa telaraña de edades también se refleja en su nuevo disco, 50 años no es nada. Luis Eduardo Aute, Pablo Milanés, Hevia, Rozalén… Compañeros, amigos y cómplices invitados un día para acompañarlo en ese concierto que rendía homenaje a su 50 cumpleaños musical y cuyas 10.000 entradas se agotaron en cinco días. Decidieron poner en marcha una segunda actuación. “Aute no pudo venir ese segundo día, cumplía años al día siguiente. Ni Sole Giménez, que ya tenía firmado un contrato. Pero estaba claro que había que grabarlo, era un documento histórico para mí”. Y para los demás. Aunque nunca imaginó que tanto: “Nunca había vendido entradas de esa manera tan burra. Siempre habían sido conciertos más convencionales, teatros de unas 1.000 personas. Nada que ver con esto, que se ha movido también por varias redes sociales. Me sigue sorprendiendo que mis entradas se vendan rápido, la verdad”.
Tal vez porque le cuesta reconocer que él es parte de la historia viva de España. Símbolo de la transición, como se le ha llamado muchas veces. Aunque ahora, que se ha puesto a recorrer su pasado para unas memorias que le ha ofrecido Penguin Random House y a las que todavía no ha dicho que sí, empieza a considerar el hecho de ser un nombre clave en el pasado reciente. “Me doy cuenta de que he hecho muchas cosas, éxitos y fracasos espectaculares”.
Entre todas esas imágenes que ahora se agolpan, de nuevo y juntas, en la mente de Víctor Manuel, está, mil veces repetida, la de Ana Belén. “Estamos juntos desde 1971. Ella lo ha sido todo. A veces me miro por un agujerito y pienso qué hubiese sido yo sin ella. Seguramente un ser mucho más abandonado. Es probable que también bebería mucho, es muy del norte eso, muy asturiano, te controlas mucho porque quieres estar bien para ella, hacer las cosas bien, Ana y yo hemos crecido juntos, nos entendemos, hablamos el mismo lenguaje. No me puedo imaginar la vida sin ella”. Es probable que la vida tampoco pueda imaginarlos separados.
El payaso de las bofetadas
Víctor Manuel, un nombre enlazado al socialismo y a la protesta en este país, tiene la sensación de ser el payaso de las bofetadas. "O uno de ellos al menos, porque me han dado por todos los sitios. Pero no me ha pesado nunca. Yo lo buscaba de alguna manera". Durante los años previos a la transición, su "enemigo" era un "enemigo común". Cuenta, mientras se remueve en un orejero de piel chocolate, que aquello era un bloque contra el que se iba de cabeza: "Nos entendíamos todos, íbamos a lo mismo. Ahora todo es difuso y se diluye, hay muchos intereses diferentes y es difícil hacer que confluyan".
Se lamenta del futuro, no del suyo, sino del de los que vienen detrás. “Antes pensabas que tus hijos podían tener, como mínimo, un futuro parecido al tuyo. Ahora, después de todos los recortes brutales de los últimos años, en el mejor de los casos tus hijos vivirán un poco peor que tú”. Asegura que al final de su túnel había una luz, y que ahora es difícil encontrarla.
Ya no piensa en ponerse al frente de ninguna marcha: "Llega el momento en el que cuando alguien te ve piensa '¿qué querrá ahora este?'. He dado mucho la brasa". Su nombre tiene ya un doble filo que va desde el reconocimiento público al rechazo. "Creo que piensan que de qué me quejo si tengo la vida solucionada. Pero obviamente yo no hablo de mí, ¿cómo voy a hablar de mí? Salgo a quejarme por los que vienen detrás".
Esos a los que la situación económica, aliñada con las medidas del Gobierno, no le está poniendo fácil el futuro. "El daño es estructural. El 21% del IVA de la cultura reduce al mínimo los beneficios de un proyecto teatral, por ejemplo. O repercute tanto en unas entradas para un concierto que el empresario no se atreve a aplicarlo porque el precio se dispara estratosféricamente". La estructura se está rompiendo. Para él, hay cosas absolutamente innecesarias: "El 21% es una de esas cosas", sentencia.
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