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Luces entre tinieblas

En sus 'Pinturas negras', Goya refleja la angustia en que se debatió

'Saturno devorando a sus hijos', de Francisco de Goya.
'Saturno devorando a sus hijos', de Francisco de Goya.

Cuando se trata de evocar la figura de Goya en Madrid, aparecen en mi pensamiento dos acontecimientos muy precisos: el furor de los fusilamientos del 3 de mayo de 1808 y el momento cuando en el año 1823 y en la soledad de su Quinta del Sordo, Goya toma una de sus más angustiosas decisiones: la de emprender el camino del exilio.

Imagino al aragonés como a un fantasma en la noche de la masacre intentando alumbrar las tinieblas con una linterna, diminuta fuente de luz amarillenta, para avanzar entre caídos, hacerse paso entre muertos y tomar nota, con su mirada de pintor, de las víctimas de la Montaña del Príncipe Pío. Precisamente esta imagen es el rebobinamiento de una película interna, cuyos protagonistas son aquellos que justo antes de la matanza fueron vecinos de Madrid llenos de vida y de entusiasmo. El hombre de la camisa blanca con los brazos en cruz ofreciendo su pecho a las balas del invasor es un momento pictórico fulgurante que va más allá del lienzo y saca la figura de la Historia para fijarla en la historia del arte. Amanece en Madrid y el cielo se tiñe de rojo mientras en la lejanía se escuchan los gritos de los allegados. El alba da tregua al escarlata que se ha convertido en sangre seca por los suelos. Un estremecimiento recorre a Francisco de Goya que apaga el farol: ya tiene bastante y se refugia en su íntima desesperanza.

Antes de alejarse defintivamente del terror absolutista, Goya pinta a Judith y a Saturno a la izquierda y a la derecha de la ventana sobre el yeso de la pared de su comedor. Pinta el mal mitólogico con Judith y Holofernes y con Saturno devorando a un hijo, ella asesina al general de Nabucodonosor y él se come a dentelladas a uno de sus hijos. La joven viuda de Betulia golpea a Holofernes dormido en medio de una semi oscuridad. Lo degolla en presencia de su criada porque la ejecución exige un testigo. Goya lo sabe. En cuanto al dios, hirsuto y con un excelente apetito, se atraganta en su festín de carne infantil. Con sus últimas pinceladas Goya recuerda a Francisco de Quevedo que proclamaba que España devoraba a sus hijos y es consciente de que no tiene más remedio que enfrentarse con sus propias obsesiones: el momento del último cuadro y el de la huida sin retorno para defender su independencia. Cuando abandona su Quinta del Sordo sabe que ya empieza su viaje imposible pero se engaña a sí mismo de una manera infantil, como todos los candidatos al exilio, salmodiando que pronto volverá, que será corta su estancia en el balneario de Plombières y que sin que transcurra mucho tiempo le aliviará de sus achaques.

En sus catorce frescos históricos titulados Momentos estelares de la humanidad Stefan Zweig tiene en cuenta que una decisión no tomada, o quizás tomada, marca un rumbo durante siglos y cambia la historia de la humanidad. Yo diría que Goya, solo y desesperado, encerrado en su aposento frente a sus pinturas murales, al decidir exiliarse a Francia inaugura un momento estelar español, pero también universal, del drama del exiliado y del desplazado. Anuncia lo que será la Historia de España con sus migraciones políticas o económicas -o las dos- en la que se vieron envueltos una buena parte de los intelectuales españoles, entre ellos José María Blanco White, que se rebelaron contra lo que se cocía politicamente en aquella época.

A esta breve recopilación de momentos que considero memorables, añadiré la sensación que vivo cuando me aventuro en las salas de las Pinturas Negras del Museo del Prado. Porque en ese cine de barrio, ese cine al abierto en una noche caliente que son para mí estas catorce piezas, destacan tres pinturas, como tres focos de luz de una cámara fotográfica, que iluminan las otras y que las hacen resplandecer, tres focos de luz ocre y oro que son las luces que apenas alumbran las tinieblas en las que se debatió el pintor Goya.

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