Aurora, boreal
Aurora Bernárdez murió en París el 8 de noviembre. Además de albacea de Cortázar, fue traductora de autores como Calvino, Durrell, Camus o Sartre
Nunca pensé en Aurora Bernárdez como la viuda de Cortázar. Era, claro, su heredera, su albacea, la veladora de su vasta obra, tarea que asumió estoicamente aun si corría el peligro de que Julio se convirtiera en otro Victor Hugo, esto es, en un autor para siempre inédito, cuyos manuscritos siguen apareciendo y sus obras completas siguen siendo incompletas. Me temo que la obra visible, que es la que importa, terminará siendo en esas otras aguas anegada. Nuestra amistad es posterior no sólo al boom, sino a la muerte de Julio, a quien conocí en 1971. A ella la vi una tarde memorable en un café de París, 20 años después, donde Steven Boldy, cortazariano de Cambridge, nos había citado en medio de un penoso congreso de hispanistas.
Aurora tenía un humor de estirpe gallega. No sólo hablaba con leve precisión, sino de modo literal y con cierta inocencia irónica. Encontraba, digamos, la poesía de lo literal. Por eso podía imitar el lenguaje algo extravagante de la familia porteña de Julio, cuya hermana saludaba hiperbólicamente: "Dichosa la mañana en que tus ojos veo y tu presencia nos adorna". Hablaban, decía Aurora, con asombro retrospectivo, como personajes de una comedia española. Octavio Paz, en México, me había dicho que un día Julio llegó exaltado a la tertulia del grupo y anunció: "¡He conocido a una Maga, una Nadja, a la Quimera…!". Al día siguiente la llevó, pero la decepción fue general: ni mágica, ni bella, y de emociones fáciles. Aurora aprobó la memoria de Paz. La verdad es que Julio era pronto de asombros y capaz de detenerse varias veces en un paseo declarando, pasmado, la maravilla de lo que sucede en la calle. Una vez, comíamos en un restaurante de Barcelona con Beatriz de Moura, y la verdad es que teniendo a Beatriz en la mesa era difícil distraerse. Pero de pronto de una escuelita vecina salió un tropel de niños vestidos como enanos, que emocionaron a Julio: "¡Pero qué lindo!", dijo, con ternura. "Eres un sátiro", rio Beatriz. Y Julio, desolado, protestó: "Pero nooo…".
Le conté a Aurora que hace mucho, caminando la Quinta Avenida, Julio se emocionó tanto que le tomó la mano a la joven profesora que lo acompañaba. Ella casi se desmaya. Pero eso fue todo. Y cuando se marchó, ella le escribió una carta protestando la intimidad perdida. "No puedes creer lo que el Gran Cronopio me contestó", me contó ella. "Me dijo que no hay que confundir la libertad con el libertinaje". Aurora aprobó mi hipótesis: las lectoras de Julio creían que él escribía para perpetuarlas y le reclamaban derechos de lectura. "Así son las literatas que lo perseguían, para terror suyo", añadió ella. Otro día, Aurora me contó que cuando ella llegó a París, donde Julio la esperaba, él le contó que había aparecido una Maga. Quiero conocerla, dijo ella, la invitaremos a cenar. Efectivamente, la Maga cenó muy formalita, y de pronto preguntó por el baño. Aurora la condujo, pero ella no volvía y decidió ir a buscarla. La encontró sentada, llorando. "La pobre".
Me doy cuenta de que ella protegía al escritor no como a un niño, sino como a un ser desamparado y torpe. Ella llevaba la casa, con una milagrosa capacidad de ahorro. Y un temple de acero fino. Fue capaz de sobrellevar, ayudándolo de paso, los dos matrimonios subsiguientes. Conocí a Carol, poco antes de su sorpresiva muerte. Al verlos juntos cualquiera podía reconocer la delicada intimidad que compartían. Para entonces, Julio llevaba barba y lucía más cómodo con sus huesos. No recuerdo cuándo le salió la barba, porque fue siempre lampiño dada su condición genética; asumió la adultez, se diría, en cámara lenta. Un día recibí una carta a mano suya: "Me han encontrado un desbalance de glóbulos blancos —escribió—, pero no hay que alarmarse…". Es entonces que Aurora acude a su llamado. Dormía ella en un camastro, al pie de su cama, vigilando el atroz proceso. Me dijo varias veces, y siempre sin rencor: "Si hubiese tenido el sida, yo lo habría contraído". La vida les debía esa fraternidad de la muerte.
La vi en París hace un par de meses para el foro sobre Julio que organizó la Cátedra Cortázar de la Universidad de Guadalajara en la Maison de la Amerique Latine. En la casa donde vivió con Julio, en la que él escribió Rayuela, me despedí recordando a nuestro común amigo el escritor peruano Luis Loayza. Los ojos se le encendieron evocando cuánto reían con Lucho en las jornadas de traducir juntos congresos inverosímiles. “Lo llamaré —me dijo—, quiero hablar con él y Rachel”. Me di cuenta de que vivía del lado de allá, gracias al joven eterno que fue el centro de nuestra inteligencia afectiva. Es decir, gracias a ella.
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