Javier Cercas: “La memoria histórica se ha vuelto una industria”
El escritor reflexiona sobre las mentiras que forjaron nuestro pasado reciente 'El impostor' es una “novela sin ficción” sobre Enric Marco, la falsa víctima del nazismo
Una pregunta crucial sobrevuela la última novela de Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962), El impostor (Random House): ¿toda vida tiene una mentira dentro? ¿Toda existencia tiene algo de ficción? Y, yendo más lejos, en sus páginas surge otra cuestión más importante: ¿toda historia colectiva es, en el fondo, un invento? Cercas regresa a la Guerra Civil, que trató en Soldados de Salamina, y a la Transición, que enmarca su libro sobre el 23-F, Anatomía de un instante, para construir lo que llama una novela sin ficción en torno a la figura de Enric Marco, el nonagenario barcelonés que se inventó una vida con tanta habilidad que acabó siendo presidente de Amical de Mauthausen sin haber estado detenido nunca en un campo nazi como mantuvo durante décadas. Sólo en 2005, gracias al trabajo de un historiador, Benito Bermejo, se desveló la inmensa mentira.
Quizá porque toda novela es necesariamente una impostura, los impostores tienen una profunda tradición literaria, desde Jean-Claude Romand, que asesinó a toda su familia con tal de que no descubriesen que les mentía desde hace años, un caso real que Emmanuel Carrère retrató en El adversario, hasta el personaje central de Patricia Highsmith, Tom Ripley, un mentiroso despiadado de ficción, aunque lleno de realidad. Cercas dialoga con la historia y con la literatura en un libro que arrastra al lector a muchos rincones de su propia memoria, personal y colectiva.
PREGUNTA. En su libro hay varias referencias a El adversario, de Emmanuel Carrère, que también retrata la vida de un tremendo impostor y la relación con el autor de una novela de no ficción sobre él. ¿Cómo ha dialogado con este libro durante su investigación sobre Marco?
RESPUESTA. Cuando publiqué mi segunda novela, El inquilino, Sergi Pàmies me dijo: “¿Has leído El bigote, de Carrère? Tiene mucho que ver con lo que tú escribes”. Lo leí, y tenía razón. Aunque Carrère y yo escribimos cosas que en el fondo tienen poco que ver, es cierto que existe desde el principio una especie de conexión mental entre ambos. El impostor es muy distinto de El adversario. Enric Marco es el Maradona de la impostura, un crack absoluto. El protagonista de El adversario era un hombre que había engañado a poca gente, mientras que Marco engañó a todo el mundo; además, Marco es lo que somos todos, pero a lo grande. Por otro lado, hay una diferencia muy grande de concepción literaria: Carrère es un gran admirador de Capote y quiere seguir en su senda. No tengo nada que ver con esto. Mi jugada es mucho más literaria que cronística, aunque use recursos de la crónica. Yo creo que tenemos una visión un poco estrecha de la novela, fruto del triunfo avasallador de un modelo muy potente, el del XIX. Es un modelo que concibe la novela, digamos, como una ficción en prosa en la que se cuenta un drama de la forma más rápida y eficaz. Ese modelo está muy bien, ha dado frutos extraordinarios, se siguen haciendo cosas muy buenas con él; pero mi modelo no es ese; o no sólo. El mío quiere recuperar el modelo de Cervantes y de toda la narrativa anterior al XIX. Podría definirse como un cocido, o como un banquete: la virtud máxima de la novela tal y como la acuña Cervantes, o una de sus virtudes, es la pluralidad, la libertad absoluta. Puedes meter cualquier cosa en una novela. Esa es parte de la genialidad de Cervantes. Para él, la novela puede abarcarlo todo: ensayo, crónica, todo. Este libro no es una ficción, pero es una novela, igual que Anatomía de un instante. El impostor es una crónica, sin duda; es historia, por supuesto; es una biografía, es ensayo, es autobiografía. A todo eso le llamo novela, pero sin ficción. ¿Por qué no debía ser ficción? En Anatomía tardé tres años en entender que el libro no debía ser una ficción porque el golpe del 23 de febrero ya era por sí mismo una gran ficción colectiva, y escribir una ficción sobre otra ficción era redundante, literariamente irrelevante; en El impostor ya tenía la lección aprendida, y desde el principio supe que era absurdo escribir una ficción sobre la ficción ambulante que era Enric Marco. Por eso el libro debía ser una novela sin ficción.
P. Entonces, ¿hace un esfuerzo consciente para que todo lo que cuenta sea verdad, para no redondear?
R. Claro. Atenerme a la realidad es una regla que yo me impongo, para que el libro sea eficaz. Escribir un libro consiste en crear un juego con unas determinadas reglas; y leerlo consiste en averiguar cuáles son esas reglas. Aunque, claro, yo hago cosas que un periodista no puede hacer, por ejemplo conjeturar. El libro está lleno de conjeturas. Eso tampoco suele hacerlo un historiador.
P. ¿Cree que el modelo de la novela decimonónica sigue vigente o que será reemplazado por esta novela híbrida en la que cada libro marca sus propias reglas?
R. </CF>No tengo la bola de cristal, no sé lo que va a pasar en el futuro; bueno, sí lo sé: va a pasar lo que los mejores novelistas quieran que pase. No digo que no se puedan escribir novelas como en el XIX; mi impresión es que ese modelo ya no da mucho más de sí, aunque todavía hay grandes escritores que siguen practicándolo. Lo que no quiero es renunciar a las posibilidades que me ofrece el género, a su versatilidad infinita, a combinar, por ejemplo, la libertad y pluralidad de la novela cervantina y el rigor geométrico de la novela flaubertiana. Ese es mi ideal.
P. ¿Trata usted de contar a través de la figura de Enric Marco que la Transición tuvo algo de ficción o de impostura? ¿Tiene algo de falsificación colectiva? ¿Cree que la falsificación de la Transición se puede acelerar según se vayan apagando los testigos?
R. En este libro hay un cuestionamiento serio de nuestra fe en los testigos. Los testigos son fundamentales, pero es un error creer que tienen la verdad absoluta. Un testigo es sólo un testigo; sacralizarlo es un grave error. La Transición fue en parte una gran impostura. Hubo multitud de personas que se inventaron su propia biografía; al terminar el franquismo resultó que todo el mundo había sido antifranquista. Una gran mentira: antifranquistas reales hubo poquísimos, y por eso Franco duró lo que duró. Esta es la verdad. Pero, como es tan desagradable, nos inventamos otra. De eso trata El impostor. Marco me interesa como emblema, como espejo: él es de algún modo lo que somos todos; y lo que ha sido este país a lo largo de casi un siglo. Marco no movió un dedo contra el franquismo durante 40 años, pero al terminar el franquismo, en pocos meses, se convirtió en secretario general de la CNT, el tercer sindicato más importante en España. Su impostura como deportado en un campo nazi dura hasta 2005. Cuestión distinta es si podríamos haber hecho la Transición mirando al pasado con valentía. La respuesta es que no lo sé.
P. En su libro dice que hemos llegado a una saturación de la memoria histórica. ¿Por qué? ¿Qué falló?
R. Que se convirtió en una industria. No proporcionaba beneficios económicos, sino morales y políticos, artísticos también. Mucha gente se sumó a eso no para resolver un problema flagrante, sino para obtener cosas. El ejemplo más claro es de nuevo Marco; es el símbolo perfecto de todo esto. Para mí de lo que se trataba era de resarcir a las víctimas de la guerra y la posguerra, de enterrarlas dignamente, de asumir el pasado hasta el fondo y de manera crítica. Para eso no necesitábamos una Ley de Memoria Histórica; necesitábamos que el Estado, con el dinero de todos, cuando había dinero, asumiese los gastos de hacer las paces con el pasado, empezando por sacar a todos esos muertos que siguen estando en las cunetas: un espanto y una vergüenza. Lo que falló es que convertimos ese movimiento justo y necesario en un negocio, en una industria. Y así como, según Adorno y Horkheimer, la industria del entretenimiento genera kitsch, mentiras estéticas, un arte que no es arte sino sucedáneo de arte, la industria de la memoria genera una memoria embustera, sentimentaloide y falsamente heroica: puro cartón piedra, puro kitsch. Eso es lo que daba Marco en sus charlas, eso es lo que la gente estaba esperando, y por eso Marco es un emblema de ese momento. En resumen: los que fallamos fuimos nosotros, no los que hicieron la Transición, a los que siempre echamos las culpas, para no tener que asumir nuestra propia responsabilidad.
P. ¿Comparte el tipo de críticas que se están haciendo a la Transición desde nuevos movimientos de izquierdas? Puede ser una falsificación, pero ¿fue una estafa?
R. Me parece una posición de un infantilismo bochornoso. No es de derechas ni de izquierdas: es irresponsable, además de ignorante. En un artículo titulado La Transición, papá y mamá, venía a decir que los de mi generación hemos decidido que la culpa de todo lo malo que pasa la tienen papá y mamá, los que hicieron la Transición. De todo quiere decir de todo: de la crisis económica, de la baja calidad de la democracia, de todo. Es falso: los responsables somos nosotros, nuestra generación. Porque la democracia es algo dinámico, que mejora o empeora; siempre cito un verso de Bob Dylan: “Quien no está ocupado en vivir, está ocupado en morir”. La democracia es lo mismo: si no mejora, empeora; y nosotros, no papá y mamá, hemos dejado que se pudra. Y la solución no consiste en repetir lo ocurrido en los últimos siglos de historia española, que son rupturas constantes, creyendo que cada nueva ruptura nos va a traer el paraíso terrenal o que vamos a asaltar los cielos. La solución está en reformar lo que hemos hecho. Es una obviedad que la Transición fue imperfecta, una chapuza. Pero prefiero un millón de veces una chapuza como la que hicieron nuestros padres, que genera una democracia y nos coloca en Europa, que una guerra con 500.000 muertos como la que hicieron nuestros abuelos.
P. Asumiendo que El impostor no es una obra sobre Marco, sino sobre la mentira, leído ahora aparece una inmensa mentira que es la corrupción. ¿Cree que vivimos en una mentira mucho más grande de lo que pensábamos?
R. La corrupción no nos la hemos inventado nosotros, no se la han inventado Pujol o Bárcenas; existe desde que el mundo es mundo: los seres humanos somos así. El problema, por tanto, no son los corruptos: el problema es el sistema que no impide o que alienta la corrupción; hay que cambiar a las personas, pero antes hay que cambiar el sistema. Lo difícil no es cambiar a los mangantes por personas decentes, sino impedir que las personas decentes se conviertan en mangantes. Por lo demás, este libro no habla de Marco: habla de nuestra insaciable y humillante necesidad de ser queridos, aceptados y admirados; habla de que todos somos un poco actores; habla de nuestra infinita capacidad para decir sí y de nuestra cobarde incapacidad para decir no. Todas estas cosas no son de ahora; son de siempre, y además universales. “De te fabula narratur”, dice Horacio: la historia habla de ti. El impostor no es Enric Marco: somos todos. Marco es el hombre común, el hombre que siempre dice sí. Los que no lo son, los que tienen el coraje de decir no, los que son capaces de oponerse a lo que dice la mayoría y hacer lo correcto, son los verdaderos héroes, pero a esos los escondemos, para que no nos avergüencen a los demás. Hay un caso que aparece en el libro, unos cuantos chavales del extrarradio de Barcelona que, justo después de la entrada de los franquistas en la ciudad, crean una organización de resistencia, la Unión de Juventudes Antifascistas (UJA). Los detienen, pasan años en la cárcel, alguno muere por torturas. De esos chicos nadie sabe nada. No existen. Unos historiadores locales los desenterraron hace unos años en un libro del que nadie ha hablado. Ese es el premio para los que dicen no.
P. Usted, al principio del libro, se plantea si salva o no salva a Marco. Pero, al terminarlo, como lector no tengo una respuesta. ¿Usted la tiene como autor?
R. La respuesta está en el libro.
P. Pero no la da.
R. Por eso es una novela. Porque formula una pregunta, pero no la responde, o no al menos de manera clara y taxativa. El impostor juega en el filo de la ironía: ahí todo es una cosa y su contraria. Como en todas las novelas desde El Quijote, o como en todas las novelas que a mí me gustan. Don Quijote está loco, pero también está cuerdo: eso es la ironía; y eso es la novela como género. Este libro, que apela a El Quijote sin parar, juega en la frontera de la ironía, entendida como instrumento de conocimiento. La ironía significa que algo puede ser dos cosas al mismo tiempo. O más. La ironía muestra que la verdad moral es una verdad poliédrica, que somos muchas cosas a la vez. Por eso la novela es el antídoto absoluto contra los fanatismos. La respuesta a la pregunta del libro es que no hay respuesta; la respuesta es el propio libro, la propia pregunta: eso es una novela. El Quijote es eso; y de ahí venimos todos. La novela no es el género de las respuestas, sino de las preguntas, y cuanto más complejas, mejor. En El impostor intento presentar a Marco en toda su complejidad. ¿Este hombre es un mentiroso? Sin ninguna duda. ¿Ha engañado? Por supuesto. ¿Ese engaño tiene alguna justificación? Ninguna. Lo interesante para mí es tratar de entender por qué hizo lo que hizo. Esa es la pregunta que me interesa. Mi propósito, de entrada, no era ni salvar ni condenar. Marco se inventó una vida para sobrevivir. Eso, en mayor o menor medida, lo hacemos todos: todos somos novelistas de nosotros mismos. Y ofrecemos a los demás una imagen que no siempre es la verdadera. Marco no puede soportar lo que es, un hombre corriente que ha tenido miedo, que ha sido cobarde, que ha sido humillado. Ha vivido una existencia miserable, y se inventa otra, como Alonso Quijano se inventa a Don Quijote. Y, después de pasarse la vida encerrado en un taller mecánico, se fabrica una vida de héroe, vive lo que no ha vivido nunca, cambia de mujer y de trabajo y de ciudad, de todo. La ficción de algún modo le salva, como nos pasa a todos. Pero lo que dice este libro es que, al final, hay que afrontar la verdad, como la afronta Don Quijote, que antes de morir vuelve a ser Alonso Quijano. Y esto vale para los individuos, pero también para las colectividades.
P. ¿Marco ha leído el libro?
R. Por supuesto: para mí era muy importante que lo hiciese, y antes de que se publicase.
P. ¿Qué le ha parecido?
R.Esa pregunta tiene que contestarla él. Todo lo que yo puedo decir es que lo ha entendido, y muy bien.
P. Sé que ha venido aquí a hablar de su libro…
R. Sí, como Umbral.
P. … y que está saturado del tema catalán; pero ¿hay algo de la falsificación de la que habla en su libro en el movimiento independentista?
R. Por supuesto: los catalanes falsificamos nuestro pasado para falsificar nuestro presente; y los españoles también. Todos en alguna medida lo hacemos; afrontar la verdad es duro, aunque indispensable, si uno no quiere llevar una vida del todo falsa e indecente. En cuanto a Cataluña, he hablado mucho de esa cuestión en este diario, con la máxima precisión, lucidez y honestidad de la que soy capaz. Y creo que, desde hace siglos, el mayor problema de este país es la intolerancia: nuestra incapacidad para mantener un diálogo civilizado sobre las cosas, para aceptar la discrepancia. La mejor definición de tolerancia que conozco es de Alejandro Rossi, el escritor mexicano: consiste en “no confundir un error intelectual con un error moral”. Yo puedo estar equivocado sobre Cataluña, por supuesto: puede ser que las cosas se estén haciendo muy bien, que no se haya hecho ninguna trampa, que no se esté intentando engañar a nadie, y que además, si Cataluña fuese independiente, sería un país como Suiza o Noruega; a lo mejor estoy equivocado en todo. Pero no por eso soy un sinvergüenza, ni estoy a sueldo del CNI, ni mis padres son unos ocupantes extremeños en Cataluña. Esto es lo que debería preocuparnos a todos porque, históricamente, ha sido la catástrofe de nuestro país: si tú no piensas lo mismo que yo, cojo un garrote y te lo parto en la cabeza.
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