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Un año de huida

Jean Echenoz ofrece en ‘Un año’ las aventuras, encuentros e infortunios en la vida de una mujer que deja atrás su vida de convenciones burguesas, con sorpresas incluidas

Jean Echenoz visto por Sciammarella.
Jean Echenoz visto por Sciammarella.

Apenas cumplidos los treinta años, Nathaniel Hawthorne publicó, en 1835, la historia de un hombre que, por razones nunca explicadas, decide alejarse por un tiempo de su mujer y de su vida cotidiana. La extraña aventura de Wakefield (el nombre que Hawthorne propone para su personaje) se extiende de día en día y se convierte en un exilio de muchos años. Más preciso, más económico, más fiel a nuestra apresurada época, en 1997 Jean Echenoz, tal vez el mejor novelista francés de hoy, ofrece a su personaje, Victoria, un periodo de escape de un año.

El primer día de su aventura, Victoria se despierta y encuentra a su lado a su amante, Félix, muerto. Incapaz de recordar los detalles de la víspera, pero sin inquietarse sobremanera, Victoria decide dejar su departamento, recuperar dinero en el banco y tomar un tren para donde sea. Empieza así una ausencia wakefieldiana que la llevará de etapa en etapa, cada una un despojo, cada una obligándola al abandono de sucesivas convenciones de su vida burguesa. Instalándose primero en una casita alquilada en San Juan de Luz, luego en un hotel discreto y confortable, después en otro más modesto en un pueblo balneario pobre, y finalmente en la calle, valiéndose de una bicicleta, del autoestop y por fin sin nada, el peregrinaje de Victoria hacia algo íntimo, esencial, purificado, acaba siendo circular, volviendo a la situación del inicio.

¿Qué ha cambiado al fin del año? Echenoz no nos lo dice, pero a través de las aventuras de Victoria, de sus encuentros y de sus resignados infortunios, el lector es testigo de una epifanía secreta, de un pequeño renacimiento. En la historia de Hawthorne, Wakefield, ya viejo y sin saber por qué ha hecho lo que ha hecho, vuelve a su casa y a los brazos de su atónita mujer. La vuelta de Victoria no causa casi asombro. La sorpresa (porque Echenoz nos reserva una sorpresa) está en otra historia cuyos pormenores no nos son revelados. Los lectores que pensamos haber leído la crónica de una mujer convertida casi en fantasma, descubrimos en la última página que el fantasma existe, pero que no es el que creíamos.

El estilo de Echenoz es discreto, nunca se nota el esfuerzo de escritura en sus medidas ficciones. El episodio desconcertante (Nosotros tres, Me voy), un momento trágico del pasado (14), la biografía de un personaje más o menos célebre (Ravel, Correr), le sirven a Echenoz para construir detalladas miniaturas, pero el tema, la anécdota, nunca es esencial en sus libros. Atmósferas, personalidades, ambientes cuentan tanto o más que las historias que éstos encierran, y aún en novelas que siguen una trama casi policial (El meridiano de Greenwich) Echenoz concede menos importancia a los eventos que ocurren que a cómo ocurren esos eventos. Victoria huye, sufre innumerables percances, se encuentra con personajes curiosos y diversos como Gerard, el amante joven que le roba su dinero y tiempo después intenta volver a seducirla, o como la pareja de quincuagenarios vagabundos que la ayudan después de un accidente, pero no son los episodios novelescos si no la minuciosa cartografía de su año de huida que interesa al lector. Echenoz da vida a sus personajes humanos, pero también a los objetos más comunes e inertes: el salón de la casa alquilada es “resignado”, la cocina “reticente”. En la hábil traducción de Damián Tabarovsky: “Parecía como que la vida, en un movimiento precipitado, hubiese renunciado al lugar, abandonado de golpe, dejado que se llenen de polvo, que se peguen para siempre detrás de las ventanas rápidamente cerradas. Se veía que un libro en algún momento —pero también una fuente, un almohadón— se había movido provisionalmente, transferido sobre una alfombra, el apoyabrazos de un sillón por algunos minutos; de hecho por la eternidad”.

Victoria, aceptando tomar fotos a una pareja de turistas, se da cuenta de que ella a su vez es retratada en las fotos de otros paseantes: sin duda, Echenoz comenta, esas fotos de Victoria existen aún hoy. La minuciosa realidad de la ficción penetra, casi imperceptiblemente, nuestra realidad, o nuestra noción de lo que es real. Para alentar esa inquietud, de vez en cuando, Echenoz nos hace saber que es él quien nos está contando la historia, introduciendo una duda o una sutil opinión en el texto, un poco como esa primera persona plural que Flaubert desliza al comienzo de La señora Bovary. De hecho, Echenoz es el heredero de Flaubert, del ojo clínico del maestro, de su música medida y de su fe en el hecho literario. “Escribo para mí como lector”, confesó alguna vez Echenoz. “Escribo lo que me gustaría leer”. Flaubert dijo lo mismo hace más de un siglo, con palabras casi idénticas.

Un año. Jean Echenoz. Traducción de Damián Tabarovsky. Mardulce. Buenos Aires/Madrid, 2014. 80 páginas. 12 euros.

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