La grandeza de Ramiro
Su creatividad y su ánimo eran los de un escritor joven de 90 años
Qué pérdida tan inconsolable. Cuánto talento, integridad y tesón el de Ramiro Pinilla. Pertenecía a esa especie tan rara de los grandes escritores que se mantienen alérgicos a la grandilocuencia, a la pedantería o los fastos, capaces de levantar mundos completos, de idear historias imperecederas, conmovedoras y cómicas, como la propia vida, y preferir interesarse antes por el interlocutor que tiene delante que por las teorías sobre su obra. Su creatividad y su ánimo eran los de un escritor joven de 90 años. Quizá debido a su innegociable libertad e independencia personal, por su vida sencilla, retirada del mundo, rodeado de un grupo de gente querida, es decir, a una elección vital de una coherencia admirable, esencial y sin lujos. Le bastó una casa con huerto, levantada por él y bautizada Walden, en homenaje a Thoreau, una mesa frente a la ventana, un humilde bolígrafo y unas cuantas resmas de papel reciclado para escribir sus grandes novelas. Y basta leerlas para entender cuáles eran esos rasgos de su persona que hacían de Ramiro alguien tan excepcional, tan grande en su sencillez: porque en él podías reconocer el dulce y obstinado amor de Roque Altube en Verdes valles, colinas rojas, la dignidad y entereza de Souto Menaya en Aquella edad inolvidable, la inteligencia cervantina de Samuel Esparta en su trilogía policíaca, el tesón de Sabas Jáuregui en La ciegas hormigas. En mi visita al hospital, era tal su presencia de ánimo, su buen humor, que sus palabras ejercieron el asombroso efecto de hacer desaparecer la gravedad, y con él, toda la parafernalia de tubos, cables y monitores que le envolvía. Estaba contentísimo porque había dado con un magnífico desenlace para la novela que tenía entre manos, y sobre todo porque pensó que podríamos mantener la presentación de su última novela precisamente el 23 de octubre, el mismo día en que nos ha dejado.
Babelia
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