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Atrapado en el tiempo

Luis Mateo Díez construye una novela coral poblada de sueños, sombras y humor

Luis Mateo Díez visto por Sciammarella.
Luis Mateo Díez visto por Sciammarella.

Hay libros que se leen con la sensación de que el lector no está a la altura de lo escrito. No respecto a una imposibilidad de ser leídos, entendidos y reclamados una y otra vez de la mesilla de noche. Sino al hecho de no poder obviar su perfección técnica —en este caso, hasta espiritual— y volar. Esa sensación no dice nada en contra del autor ni del libro, pero tampoco del lector. Solo indica que el cómo está pintado ese cuadro nos ha impedido olvidarnos de que eso que estamos mirando es un cuadro y no un espejo, una ventana o un abismo.

Algo de eso tiene la lectura de La soledad de los perdidos, del novelista y también miembro de la Real Academia Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942). Autor entre otras de La fuente de la edad, con la que obtuvo en 1986 el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica. Galardones que volvió a conseguir con La ruina del cielo en 2000. La soledad de los perdidos es el renglón después del punto y aparte a su trilogía del ciclo literario de Celama.

Novela coral con protagonista agrimensor K: Ambrosio Leda, un maestro que consiguió evitar la Depuración huyendo a Balma, Ciudad de Sombra. Las coordenadas espacio-tiempo nos llevan a una posguerra que nos recuerda la de nuestra Guerra Civil, pero Mateo Díez nunca da más pistas de las que quiere porque en realidad su posguerra es todas las posguerras, y sus vencidos, los mismos de siempre. Ambrosio Leda, una madrugada, dejó a la familia —con hija descalza en pasillo— para huir. De eso hace ya 15 años de ceguera, búsqueda y extravío. Balma es una ciudad sí, de contornos vaporosos, que se mueve para estarse quieta, con barrios que se derrumban y paredes húmedas que necesitas palpar con las manos. Es un delirio, un mapa de brumas, una prisión, una isla en la que están a salvo de la muerte los muertos, los evadidos, los olvidados, los borrados de listas y estadísticas. Una ciudad para sonámbulos que escapa al tiempo al estar atrapada en él, como en una maldita escalera de Penrose.

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Balma está poblada de sombras que no paran de hablar. Personajes excepcionalmente dibujados sin brochazos ni arrepentimientos. Diálogos antinaturales pero soberbios. Personajes como Carpo Expósito, Limo Varo, Viñuela y cualquiera de todos los demás. Unos llevan a otros alrededor de nuestro protagonista. Se pierden, los reencontramos, recrean situaciones absurdas, se aferran a normas y leyes en un mundo que podría discurrir igual sin atenerse a nada. Mateo Díez siente ternura por esos personajes que están ya hasta más allá de ser perdedores, instalados en el olvido, en el enésimo anillo dantesco. Recuerdas al Gonzalo Ballester y su Castroforte del Baralla de La saga/fuga de J. B. Al muchacho de Praga, a Italo Calvino y a Günter Grass. También a un Valle-Inclán si pudiéramos extirpar la crueldad sobre Max Estrella. De vez en cuando, corre la cortina y el naturalismo te encoge el estómago (la despedida de la hija, la boda por poderes…) tanto como retazos de trama y simbolismo (el saco vacío, las joyas robadas de la sacristía). Es éste un sueño que no alcanza a ser pesadilla porque su autor no renuncia a la humorada de quien lo ha perdido todo, pero no su humanidad de buscar a otros para hacer una fogata, programar un robo o explicarse mediante mentiras y recuerdos.

Todo ello en una novela de un riesgo extremo, valiente y vigorosa. Excepcionalmente escrita, en la que el estilo a ratos alambicado nunca llega a ser sonajero ni vanidad. Pero sin embargo siempre tienes la sensación de estar leyendo una novela. Quizás el hecho de que el autor arme la ficción sin esperar nada ni aguardar a nadie. Quizás el querer recrear un mundo atemporal —que no lo es ni tiene por qué serlo— que retrotrae al mundo iniciático del autor, pero que está muy disociado de, al menos, este lector. O el hecho de que el viaje sea proceloso —casi 600 páginas de andar a tientas— o el desdén por otros elementos de la narración (trama, equilibrio, puntos de interés) hace que no dejes de ver el marco que encuadra el lienzo. Hay muchas maneras de escribir. Casi tantas como de leer. Igual solo es eso.

La soledad de los perdidos. Luis Mateo Díez. Alfaguara. Madrid, 2014. 584 páginas. 18,50 euros

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