“Soy muy hijo único”
El fundador de la Orquesta Mondragón repasa todo lo que ha dado de sí su carrera
Debajo de esa capa histriónica se esconde un gran tímido. No vayan a pensar que Javier Gurruchaga es ese showman constante que viajaba con nosotros hacia la modernidad en un tren donde se juntaban alrededor de la Orquesta Mondragón monstruos de Tod Browning y criaturas de Fellini. Desnuda ahora nuestro tiempo gracias a Aristófanes en Pluto, personaje con quien ha triunfado en el festival de Mérida en clave musical. Sigue en el meollo gracias al teatro, la música, el cine, aunque apartado del pantallazo televisivo.
Pregunta. ¿Qué fue de su vida?
Respuesta. He pasado a un plano más discreto después de haber hecho televisión.
P. Con aquellas audiencias de 18 millones, ¿cuesta después pasar a otra escala?
R. 18 y 20 millones, a veces, con cosas concretas. Me viene a la cabeza, ahora que está pasando lo de Pujol, el sketch sobre la Moreneta y la pela. Tuvimos muchas presiones. Ahora la televisión no resulta tan incómoda, si quieres, un poquito picante, pero la esconden.
DNI Urgente
Javier Gurruchaga (San Sebastián, 1958), fundador de la Orquesta Mondragón, adora a los Rolling Stones, Lou Reed, David Bowie, Elton John y los Beatles, a quienes dedicó Liverpool Suite (2013).
P. Con Aristófanes y su Pluto a lo Blues Brothers, ¿qué nos enseñan todavía los griegos?
R. Tiene una mirada, con la que está cayendo, que pareciera espiándonos por una rendija. Verdades como puños escritas hace 2.500 años pero que funcionan como un guión perfecto de nuestro tiempo.
P. Le imagino a usted, como showman, entrando a los sitios y gritando: “¡Ladies and gentlemen!”
R. Soy bastante diferente a mi imagen. Me considero tímido, introvertido: la educación que me impuso mi madre, Antonia, maravillosa cocinera, más beata que la que me inculcó mi padre, me ha podido vencer. Un colegio de frailes, en fin, marca ciertos acentos.
P. Pues salió por peteneras.
R. A la hora de manifestarme ha brotado mi Mr. Hyde, pero soy más reservado, más hijo único. Lo que sí me di cuenta es de mi capacidad para entretener y animar en el colegio, pero era una válvula de escape.
P. ¿Para lo que le rodeaba o hacia sí mismo?
R. Ambas cosas. A esa cultura preponderante y a una vida de estrecheces. Mi padre, ferroviario, y mi madre ayudaba haciendo horas de cocinera en casas de aristócratas. Nosotros pertenecíamos a la rama proletaria de San Bartolomé, en Donosti, facción pobre. Todo eso quedó en mi cabecita, pero también para no convertirme en alguien beato y sí consciente de sus orígenes humildes.
P. ¿Conciencia para el rencor?
R. No, no, no, para saber de dónde venía, sencillamente. Rencor, ninguno.
Me considero tímido, introvertido. Bastante diferente a mi imagen”
P. ¿Qué aprendió en casa de las marquesas?
R. Me limitaba a mirar fotos de monarcas mientras les limpiaban la plata y me regalaban magdalenas y bollitos de Francia. Todo eso, es obvio, me ha servido después para mi trabajo.
P. Y a ese niño, admirador de Elvis o The Beatles, ¿qué le deslumbraba de aquellos seres en medio del San Sebastián encerrado del franquismo?
R. Un soplo de provocación muy a contrapelo. Eran muy subversivos porque aquí hasta hace poco la gente vestía con esos abrigos verdes que se abrían por atrás.
P. ¿Los Loden?
R. Esos mismos. Y de repente ver a gente que llevaba camisas de flores resultaba algo enorme. Me fui a Bayona a comprarme unas gafas como las de John Lennon, muy chic, con dos cojones, para tocar con mis primeros grupos: Calígula y Orfeo, antes de la Orquesta Mondragón.
P. Eso, con Franco ya en el hoyo.
R. Sí, cuando ya se podían cantar esas letras de Eduardo Haro Ibars: ángeles azules que se follan a las nubes, porros de fresa y limón, todo ese mundo un poco felliniano en el que después entraron a colaborar para nuestras letras Luis Alberto de Cuenca, Moncho Alpuente o Joaquín Sabina. Todo eso ventiló aquella época de traumatismo craneal que traíamos encima.
P. Tenían un punto de circo travestido.
R. Pues de Rocky Horror Picture Show, David Bowie, Elton John, Lou Reed y el Bombero Torero, cómo no… Y unas historias que bebían tanto de Saki como de Allan Poe, que nos marcaron mucho, junto con Fellini, claro. Un recorrido que traía la consecuencia de muchos años en los que no se podía ni hablar.
P. ¿Era usted de aquellos que cruzaban la frontera para ver El último tango en París?
R. No, la vi mucho después, pero varios de mis compañeros en el banco, donde trabajé para pagarme la carrera o mis clases de saxofón, sé que lo hicieron. Se iban pero volvían defraudadísimos porque esperaban otra cosa. Luego, al verla yo años más tarde, entendí por qué. Aquello era una obra maestra y no Emmanuelle.
P. ¿Qué aprendió en el banco?
R. A darme cuenta de que todo en ese ámbito estaba dividido en escalafones, jerarquías, que era un ambiente muy kafkiano. Gris, casposo, espantoso, no me gustaba nada. Y además me inculcó tal miedo a entrar que ahora prefiero usar los cajeros.
P. ¿Por qué se muda a Madrid uno que ha nacido en San Sebastián?
R. Para grabar discos, centralizar las cosas… aquí venía todo el mundo. Primero nos alojábamos en hoteles y después me instalé en esta casa convento que tengo en Chueca, donde han rodado Almodóvar y Berlanga.
P. Un lugar donde, como hacía Berlanga, da usted rienda suelta a su fetichismo. ¿En qué grado?
Yo me identifico con la grandeza universal madrileña, donde no te piden el carné”
R. En eso comulgábamos el maestro y yo. Nos intercambiábamos cosas. A él le gustaban los zapatos, muy amante de Helmut Newton, el cuero y esas cosas, como se ve en París-Tombuctú, por ejemplo. Mi fetiche son las gafas, los libros relacionados con Gulliver y algo frustrado: los trenes eléctricos. Eso como hijo de ferroviario al que por Navidad le regalaban trenes de tan ínfima calidad que me duraban dos horas.
P. Ahora, ¿qué prefiere: el Madrid de Ana Botella o el San Sebastián de Bildu?
R. Me gustan ambas, con sus momentos. Quien gobierne o no, apenas afecta a sus personalidades. En Madrid uno se siente más ciudadano del mundo y en Donosti, si quieres, más bajo vigilancia. Las siglas son perecederas. Yo me identifico con la grandeza universal madrileña, donde no te piden tanto el carné, si quieres, y con ese lirismo donostiarra de amigos y familia. Compatibilizo perfectamente ambas aunque ya falten mis padres.
P. Y sin ellos ya acompañándole, ¿ha pasado de ser hijo único a hijo solo?
R. Es delicado, doloroso. Al regresar del estreno en Mérida de Pluto me emocioné. No tenía cerca a mi madre para decirme si nos había ido bien, aunque se lo comenté en alto. Ya no cuento con la amatxo ni el aita, su pérdida es grande, todavía estoy saliendo de eso. Soy único, pero también solo, es cierto, y con la edad me vuelvo más solitario, más raro, sin esas llamadas de teléfono. Aunque mi madre era muy crítica conmigo: me advertía, me ayudaba a controlarme antes de salir a escena. Quedas en primera fila, pues sí, y esto va muy rápido.
P. ¿Le confesaron que hubiesen querido ser algo que no lograron?
R. La guerra les marcó. Mi padre era muy bueno en matemáticas y mi madre, más artista. Fue ella quien se empeñó en que estudiara música, aunque luego el oído se me fuera más para Otis Redding y John Lennon que para el txistu. Yo provengo de familia de txistularis por mis abuelos y tíos, muy reconocidos, los Iriarte.
P. ¿Cumplieron todos sus sueños a través del hijo?
R. A ellos quizás les hubiera gustado algo más doméstico: jefe de sucursal, que formase parte de una sociedad gastronómica, aunque soy un desastre a la hora de comer. Pero acabaron muy contentos con su Javi, pese a que saliera protestón y no supiera a veces apreciar la merluza.
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