Vuelve la alquimista del pop
Kate Bush regresa 35 años después. Las entradas de los 22 conciertos se agotaron en 15 minutos
La cita es a partir del 26 de agosto, en el Hammersmith Odeon londinense: los primeros shows de Kate Bush en 35 años. Aunque los 22 conciertos se prolongan hasta el 1 de octubre, centenares de miles de personas no lograron conseguir entradas y la reventa alcanza los 1500 euros: la autora de Hounds of love mantiene el aura de artista de culto, a pesar de acumular premios y ventas millonarias. Hace poco, el New Musical Express la colocaba en su lista de los artistas más influyentes en el número 8, por encima de iconos rockeros como The Clash, los Smith o The Velvet Underground.
Ayuda que Kate arrastre una tropa de seguidores famosos tan amplia como heterogénea: desde John Lydon (Johnny Rotten, en los Sex Pistols) hasta Big Boi (del dúo rapero Outkast). Sin olvidar las vocalistas claramente inspiradas por su arte: Björk, Tori Amos, Alison Goldfrapp, Florence, Bat for Lashes y, si me apuran, hasta Lady Gaga. Todas admiran su inventiva literaria, su fantasía musical y —usemos la jerga del momento— su modelo de negocio.
Primero, respetan su negativa a girar (aunque haya aparecido ocasionalmente como vocalista invitada con íntimos tipo Peter Gabriel o David Gilmour). Segundo, Kate obedece al ritmo de su inspiración: 10 álbumes entre 1978 y 2011, con silencios de hasta doce años; un manager convencional se hubiera suicidado de pura frustración. Tercero, rara vez se somete al escrutinio de los medios. Cuarto, asombra la riqueza de sus producciones. Quinto, antes de que existiera Madonna, Kate ya controlaba cada aspecto de su carrera: tras algunas broncas con EMI, organizó una estructura empresarial integrada por familiares y amigos, verdadera fortaleza ante las exigencias de la industria.
Y sin embargo, Kate Bush es una criatura del negocio discográfico, en su vertiente más benévola y visionaria. Fue fichada por EMI cuando todavía era menor de edad. La compañía pagó un anticipo generoso para que pudiera estudiar durante dos años —danza, mimo— y grabar maquetas (¡unas 200 canciones!) sin prisas, hasta que se sintiera preparada.
Björk, Tori Amos, Florence... hasta Lady Gaga se ha inspirado en su arte
Descubrieron un filón: Catherine Bush había crecido en una familia de clase media acomodada, en una idílica casa campestre. Los padres, creyentes en las bondades de la autoexpresión, impulsaron la imaginación de sus críos; en el caso de Kate, aprendió a tocar violín y teclados, antes de desembocar en la composición de sus propias canciones. Entendía además que su música necesitaba una dimensión visual.
Con todo, EMI demostró una fe monumental. Para cuando salió su primer disco, en 1978, se suponía que el punk rock y la new wave habían aplastado el viejo orden musical. Pero Kate fue presentada en la discográfica por David Gilmour, de Pink Floyd. Y allí conocían la verdad de las cifras: The dark side of the moon vendía más que la suma de todos los grupos rompedores que ocupaban las portadas de las revistas inglesas; el gusto por el prog (rock progresivo) no se había desvanecido, ni mucho menos.
EMI promocionó a Kate como artista de amplio espectro. Por la izquierda, ofrecía un prog pop opulento y sugerente, apto para escuchas minuciosas. Por la derecha, grababa temas atípicos pero comerciales, con accesibles referencias highbrow: su Wuthering heights conectaba con la novela homónima de Emily Brontë, Cumbres borrascosas. En el centro, una mujer sexualizada a pesar de su vocecilla infantil, faceta potenciada por unas famosas fotos con ropa de gimnasio (una sesión que Kate luego repudiaría).
Las tres bazas facilitaron un flechazo con el público que todavía dura. Aunque, urge decirlo, parte de su creación ha envejecido mal. Muchos de sus videoclips parecen hoy espectáculos de fin de curso hechos sin límites presupuestarios: coreografías, máscaras, mímica, niebla artificial, excesos de guardarropía. También cayó bajo el imperio del sintetizador Fairlight CMI. Y tiende a los clisés rock en su uso de la guitarra eléctrica.
Pero todo se le perdona. Kate Bush nos hace cómplices de su aventura artística y espiritual: ejerce como exploradora del cuerpo y la mente. Oblicuamente, cuenta pasiones amorosas ficticias o reales —está casada con el guitarrista Dan McIntosh— y, ya de forma explícita, la fascinación por el hijo de ambos, Albert, celebrado en la canción Bertie.
Ha publicado 10 álbumes entre 1978 y 2011, con silencios de hasta doce años
Aparte, comparte con el mundo su curiosidad intelectual. Puntualicemos: no hace alarde de sus lecturas, al estilo Battiato. Pero sí podemos rastrear su fascinación por los libros de Bruce Chatwin, el Ulises de Joyce (aunque los herederos negaron inicialmente el permiso para que musicara el soliloquio de Molly), la vida del heterodoxo Wilhem Reich, las enseñanzas de pensadores esotéricos como Gurdjieff y Ouspenski.
Son más evidentes sus referencias cinematográficas: Una canción inspirada por El resplandor, otra especulación sobre el personaje de Ciudadano Kane, un homenaje al cine de terror de la Hammer; también dedicó todo un álbum, The red shoes (1993), a Las zapatillas rojas, de Michael Powell y Emeric Pressburger.
Con todo, Kate suena esencialmente inglesa (con un ramalazo irlandés, debido a su madre). Puede usar voces balcánicas —el Trío Bulgaka— pero evoca finalmente la Inglaterra rural, tierras acicaladas de forma maniática, con sus excéntricos y sus disidentes.
Por eso, supuso una decepción saber que, el pasado año, Kate Bush viajó hasta el Castillo de Windsor, para ser nombrada Comendadora de la Orden del Imperio Británico por Isabel II. Cierto que, como artista no abiertamente politizada, no había razón para que se negara. Pero proyectamos nuestras entelequías en una pizarra vacía y creíamos que Kate, enigmática y evasiva, estaba por encima de esas convenciones.
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