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Aquella madrugada eterna

El ensayista Simon Reynolds apunta al ‘big bang’ de la cultura 'rave' en el 25º aniversario del Segundo Verano del Amor

Rave de la revista 'Boy’s Own', celebrada en un lago cercano a East Grinstead en Surrey en agosto de 1989.
Rave de la revista 'Boy’s Own', celebrada en un lago cercano a East Grinstead en Surrey en agosto de 1989.dave swindells

Durante unos años, muchos pensaron que el éxtasis era un maná químico que podía convertir a un “vándalo” en un “hombre nuevo”. Así lo planteaba Irvine Welsh, autor de Trainspotting, en algunos relatos y ese discurso caló en la sociedad británica a finales de los ochenta y principios de la siguiente década, más o menos cuando el Segundo Verano del Amor —si se da por bueno que el primero acaeció en 1967, en plena era hippie— tocaba a su fin en agosto de 1989, hace ahora 25 años. The Sun, empático con estos nuevos rituales, editó una guía con su argot y lanzó ofertas de camisetas con su símbolo (el Smiley) por 5,5 libras, mientras la banda New Order colaba el verso E is for England (en referencia a la sustancia) en el himno de su selección para el Mundial de 1990. Cuando se mostró el alcance real del fenómeno, los medios cambiaron radicalmente su discurso: ese mismo diario retiró las camisetas y regaló chapas con la leyenda Di no a las drogas sobre un Smiley, ahora con el ceño fruncido.

Aunque hace dos años se festejaba su vigésimo aniversario en el marco de los actos de los Juegos Olímpicos celebrados en Londres, fue una fiesta multitudinaria al aire libre, esa rave de Castlemorton que congregó a 40.000 personas, la que acabó por desatar la alarma. En 1994, se aprobaría la Criminal Justice & Public Order Act, ideada específicamente para silenciar esta nueva subcultura, vetando cualquier concentración masiva de gente que danzara a la “emisión de una sucesión de beats repetitivos”.

Simon Reynolds, uno de los críticos culturales con más prestigio de las últimas décadas, estuvo en aquella reunión mágica, dibujando espirales en el aire al ritmo de la música con un bolígrafo en una mano y una libreta en la otra. Nacido en 1963 en Londres, había montado su primer fanzine musical mientras estudiaba historia en Oxford. Y, a partir de entonces, conjugó la erudición académica con la cultura pop, sin renunciar a la vivencia en primera persona de nuevos brotes musicales, calibrando su impacto social y teorizando sobre su pasado, futuro y presente. Hoy, cuando ya sólo va a fiestas de ese tipo con su sobrina, traza esos mismos patrones jeroglíficos aéreos con los dos palillos con los que está a punto de atacar su plato de yakimeshi en un restaurante japonés de la barcelonesa Plaça España. Visitó esta ciudad por primera vez en 1998, justo el año que publicó la primera versión del libro titánico (algo así como la biblia de la música electrónica) que hoy viene a presentar: Energy flash. Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile (Contra).

Este ensayista fundamental, con polo holgado y gafas de pasta cautas, acuñó el término “Retromanía” para hablar de una cultura popular, la nuestra, varada en el reciclaje continuo e inane de su propio pasado: “Así termina el pop, no con un bang sino con una caja recopilatoria cuyo cuarto disco nunca llegamos a escuchar”. “Bailaba con el bolígrafo y la libreta en la mano y se me ocurrió la idea de hacer una crónica colectiva: todos mis amigos explicarían sus visiones…”, explica. Así se cocinaron algunos de sus mejores textos, con la técnica del observador-participante aplicada a la fiesta como campo de estudio.

Fotografía de Tom Hunter publicada en 'Le Crowbar 1994-1996', libro que recoge sus viajes por Europa a mediados de los años 90.
Fotografía de Tom Hunter publicada en 'Le Crowbar 1994-1996', libro que recoge sus viajes por Europa a mediados de los años 90.

Energy flash no arranca en ese periodo, si bien los pasajes sobre aquellas juergas multitudinarias e ilegales (amparadas en la fisura legal de hacerse pasar por fiestas privadas…. de miles de personas) son los más personales del libro. Antes analiza cómo los jóvenes de clase media de Detroit, hijos del bienestar que entonces generaba la industria del motor, se quisieron alejar del gueto embarcándose en una fantasía eurófila de elegancia y refinamiento, copiando los looks de la película American Gigoló e intentando entender aquella música motorizada que salía de Düsseldorf: el techno prefigurado por Kraftwerk. O de ese otro fenómeno en Chicago, cuando un colectivo doblemente excluido (por negro y por gay) se fijó en canciones pornotópicas surgidas en Munich como I feel love (con Donna Summer como diva suprema) y exploró una música house con cada vez más química y, por tanto, con cada vez más bombo. Incluso aquella otra época, ya poco antes de que el autor de Rip it up (traducido por Caja Negra Editores como Postpunk: Romper Todo y Empezar De Nuevo) bailara en su primera rave, cuando la cultura balearic, que se cocinó en Ibiza en un clima de neojipismo desbocado, se acomodó en otras islas mucho más frías, las suyas.

Reynolds, que no quería que Energy flash fuera “ni un ensayo académico ni unas memorias de la Generación del Éxtasis”, vivió esa noche varias revelaciones (o ravelaciones, como le gusta matizar). En primer lugar, el público, y no el artista, era la estrella: “Antes existían comunidades como las de los sindicatos mineros, pero más avanzada la década de los ochenta lo único que mantenía unidas a determinadas comunidades, y a veces desde la violencia, era el fútbol”.

“Bailaba con el bolígrafo y la libreta en la mano”, explica el escritor

En el tramo final de los gobiernos de Margaret Thatcher, esa especie de elogio de la comunidad por la vía del baile extático colectivo parecía una respuesta a sentencias de la Primer Ministro como la de “Ya no existe la sociedad, sólo los individuos y las familias”. Por otro lado, esa música, esos “paisajes psíquicos de exilio y utopía”, le permitieron analizar cuestiones de clase, raza, género y tecnología: “Lo importante en este tipo de música no es tanto qué significa, sino cómo funciona”. Si bandas como The Smiths se quejaban por la debacle de una sociedad posindustrial, la cultura rave ocupaba esas fábricas abandonadas con sus fiestas. Un ejemplo: en raves multitudinarias como las celebradas en la M25 londinense entraron en contacto por primera vez y sin conflicto alguno los chicos rudos de clase trabajadora y la cultura gay: “Quizás en el sur de Europa se abrazan o saludan con besos en las mejillas. Pero eso era impensable en Gran Bretaña. De repente, en ese entorno y con pastillas de por medio, empezaron a abrazarse y adoptaron gestos, por ejemplo bailando, más femeninos. Quizás eso luego no comportaba que en su vida cotidiana fueran menos sexistas, pero sí abrió algunas mentes”.

Han pasado dos décadas desde esa época. Veinte años, por ejemplo, desde esa ley de 1994, que sirvió como pistoletazo de salida para nuevos nómadas como el fotógrafo Tom Hunter, que montó un autobús-cafetería vegana para recorrer esas mismas fiestas pero por el resto de Europa, inmortalizando este nuevo jipismo químico en series como Le Crowbar 1994-1996: Tom Hunter’s European rave scene photographs.

El libro de Reynolds llega hasta la actual fiebre por la EDM de Skrillex o Steve Aoki

Desde aquella época, Reynolds ha cambiado Gran Bretaña por Estados Unidos, mudanza en la que también se ha enrolado el fenómeno rave: el libro alcanza la actual fiebre de la Electronic Dance Music (EDM), con eventos como el Electric Daisy Carnival (en Las Vegas), donde unas 320.000 personas pueden bailar durante los días del festival (“porque se le llama festival y no rave, para ahuyentar ciertos estigmas”) con tutús flúor, calentadores peludos o dedos ensortijados de LEDS luminosos. Madonna hace guiños a este tipo de fiestas en sus conciertos y Dj Skrillex, por poner un ejemplo, es uno de los músicos más cotizados del momento. No es el único, hay decenas de dj, de Steve Aoki (tristemente conocido en España por la tragedia del Madrid Arena) a David Guetta, que gozan de la adoración masiva de sus fans a la manera de las estrellas del pop. Tanto, que la revista Forbes desde hace dos años, ha añadido a sus célebres listas la de los pinchadiscos mejor pagados del mundo.

Sin embargo, el nuevo disfraz de las raves no las libera de las críticas ni de las tragedias. Hace un mes, un joven falleció en la última edición del citado Electric Daisy Carnival por una sobredosis de éxtasis, y otro sufrió el mismo destino hace tan solo dos semanas en Columbia en el Mad Decent Block Party, un enorme festival electrónico que gira por 22 ciudades de EE UU.

Justo en este mismo periodo, Chicago se ha colocado en la primera fila de la lucha contra la EDM. De ahí que el teatro Congress haya firmado un acuerdo con la ciudad que prohíbe toda actuación de ese estilo en su interior. El texto se refiere a la EDM como “musica creada por uno o varios dj empleando sobre todo softwares y equipos especializados en lugar de instrumentos”.

El teatro fue cerrado en 2013, tras perder su licencia para vender bebidas alcohólicas. Y Gregory Steadman, el comisario de Chicago para el control del alcohol, declaró a la prensa local que la revocación tenía que ver con los “eventos EDM” que el Congress acogía. “La comunidad no quiere esas celebraciones”, remataba Steadman.

Tal vez tenga razón. Aunque hay cientos de miles de jóvenes y menos jóvenes que opinan precisamente lo contrario. Y se empeñan en demostrar que, de algún modo, ese Segundo Verano del Amor no ha acabado, ni tampoco ha finalizado esa madrugada eterna que promulgaban algunos.

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