Revuelta a golpe de ‘beats’
La cultura ‘rave’ cambió la vida de miles de jóvenes
Ni hijos, ni casa, ni trabajo. La juventud de Tom Hunter estuvo dedicada a transgredir el que se suponía que debía ser su futuro. El suyo y el de su generación, crecida bajo la Dama de Hierro y en la promesa de un Reino Unido de hombres hechos a sí mismos gracias a un capitalismo salvaje. Frente a eso, llegaron las fiestas más allá de la ley, la música bailable, el éxtasis que creaba una química sensación de comunidad... Todo entraba en la misma revolución: la cultura rave.Y allí estaba Tom. Y Ally Fogg, y Dave Swindells, todos en sus veintitantos entonces. Y miles de jóvenes ávidos de una salida en el sólido edificio del sistema.
Hunter está entre aquellos que más lejos llevaron la ruptura. Vivió durante siete años en un sistema de casas okupadas en Londres que alojaba a más de 100 personas. Ellos y su sistema de sonido formaban parte de esas primeras fiestas ilegales y los últimos en abandonar la utopía. Cuando se aprobó el Criminal Justice and Public Order Act en 1994 —que, entre otras cosas, prohibía las reuniones en las que se reprodujera música “caracterizada por la emisión de una sucesión de beats repetitivos”—, Hunter y sus amigos construyeron una cafetería en un bus y se marcharon a recorrer Europa de rave en rave. El ahora reconocido fotógrafo tomó entonces sus primeras imágenes. Hace unos meses las recuperaró en un libro (publicado por Here Press) bajo el título de Le Crowbar, el nombre del mítico autobús.
Mientras Hunter se dedicaba a su vida en comunidad, Swindells entró como editor a la revista Time Out en 1986. Su trabajo consistía en retratar la vida nocturna de la ciudad, y no le pasó por alto que una nueva música comenzaba a sonar para los oídos de unas 200 personas. Swindells rondaba el Shoom o The Trip, donde se daban cita jóvenes vestidos con ropas amplias, habitualmente bajo los efectos del éxtasis, una nueva droga aún fácil de comprar. “La noche londinense era en general aburrida. La gente estaba esperando algo nuevo”, recuerda. Y lo nuevo llegó.
Swindells cuenta cómo los clubes comenzaron a quedarse pequeños. Las licencias para abrir más allá de las tres de la madrugada eran escasas, y la llegada de nuevas caras a la escena nocturna desbordó a las discotecas. ¿La solución? Cambiar los locales por espacios al aire libre a las afueras donde empezaron a reunirse miles de personas, mientras el movimiento musical se revestía de un carácter político que cuestionaba el capitalismo (ahí estaba Ally Fogg) y se sentía cómodo en esas fiestas ajenas a la industria. “Había una cierta energía, un carácter expansivo que tiene este tipo de movimientos”, opina Fogg, ahora periodista y columnista para The Guardian. “Nos daba la sensación de que aquello no podía acabar nunca”, cuenta Hunter.
Pero lo hizo. “La energía cambió”, dice Swindells. Los clubes se multiplicaron, las licencias de apertura se concedían con más facilidad, las discográficas empezaron a fijarse en los dj. “Se institucionalizó. El mainstream tiende a incorporar las rebeliones culturales. Lo mismo pasó con el punk o con la cultura hippie”, explica Fogg. El Criminal Justice Act dio la puntilla a un movimiento que perdía fuerza, pero generó grandes manifestaciones que aglutinaron formas de activismo político (anarquismo, ecologismo, comunismo) hasta entonces dispersas.
Y Hunter se echó a la carretera. Su revolución duraría dos años más antes de volver a casa y estudiar fotografía. Su tour europeo tenía algo de evangelizador. “Decíamos a la gente: ‘No compres una casa, no tengas niños, no tengas trabajo, se puede vivir de otra manera”. Hunter, que ahora ronda los 50, tiene casa, niños y trabajo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.