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Pieles rojas contra el Káiser

Los nativos norteamericanos lucharon en la I Guerra Mundial bajo el mando de EE UU y Canadá

Jacinto Antón
Francis Pegahmagabow, uno de los mejores francotiradores del bando aliado.
Francis Pegahmagabow, uno de los mejores francotiradores del bando aliado.

Al margen de la aparente uniformidad que provocaron el fango, la sangre y el miedo en las trincheras, la I Guerra Mundial vio desfilar una serie de abigarrados contingentes más o menos exóticos, venidos de los rincones de los imperios en liza, que pusieron una nota de romántica aventura en aquella carnicería. Figuraban entre esas tropas pintorescas los espahíes argelinos, vistosos jinetes del desierto con capas y turbantes; la animosa y vociferante caballería australiana con sus sombreros de ala ancha bush hat, los gurkas, o los fusileros de Kumaon, venidos a los campos de Flandes desde las estribaciones himalayas —y uno de cuyos mandos era el coronel Jim Corbett, el valiente cazador que mató al célebre leopardo devorador de hombres de Rudraprayag—. ¡Y también había guerreros sioux!

Efectivamente, entre esos combatientes inesperados están los miles de nativos norteamericanos de todas las tribus —sioux, apaches, cheyenes, kiowas, comanches, semínolas, iroqueses— que desenterraron el hacha de guerra contra el Káiser y pelearon bajo las banderas de EE UU y Canadá. Personajes como el bravo Fred Caballo Rápido, sioux de la reserva de Rosebud, en Dakota del Sur, cuyo padre había luchado contra los cuchillos largos de Custer y que quedó inválido a resultas de un ataque de la artillería alemana en el Argonne. O como el winnebago Jim Green Grass que nada más llegar al frente se irguió en el parapeto de la trinchera y lanzó dos poderosos gritos de guerra desafiantes, contestados inmediatamente por el enemigo con una lluvia de bombas. “Quería mostrar a los alemanes que estaba ahí y era un gran guerrero”, explicó su camarada Sam Thundercloud en el responso.

En la peripecia de esos luchadores indios —véase North american indians in the Great War (2007), de la antropóloga Susan Applegate, publicado (quién sino) por la Universidad de Nebraska— es como si pasáramos sin solución de continuidad de El último mohicano o Bailando con lobos a Senderos de gloria y Sin novedad en el frente. El brillo de las historias de Fenimore Cooper, Karl May o James Curwood tiñe, volviéndola muy singular, la experiencia bélica de los pieles rojas entre el gas, las alambradas y las trincheras. Combatieron en todas las armas, aunque más en infantería (hubo algunos en aviación, como el sioux oglala James Sears, pero no llegaron a volar en combate; e incluso uno fue tripulante de globo de observación, el choctaw Preston Hudson). Los pawnees, sin que se sepa el porqué, resultaron ser muy buenos con los morteros. Fueron en general, estando como estaban muchas tribus embebidas de tradición de combate (“me alisté porque mi pueblos somos guerreros”, adujo Caballo Rápido), magníficos soldados, que destacaron por su arrojo y por su habilidad militar, como prueban las numerosas menciones y condecoraciones que recibieron. Pelearon en cierta medida a su manera, especialmente como exploradores, correos de primera línea (Sam Little Soldier o el arickara Joe Young Hawk) y francotiradores. Se les acreditaba una natural predisposición para el camuflaje, el sigilo, la orientación, la incursión y el tiro.

Entre un 3% y un 5% de los nativos causó baja frente a un 1% de sus camaradas

De hecho, uno de los mejores francotiradores aliados de la contienda fue el ojibwa Francis Pegahmagabow, Peggy, del primer batallón de infantería canadiense, un sargento York con plumas que luchó en Ypres, el Somme y Passchendale, nada menos, y al que se le atribuyen —aunque no hay registro oficial— hasta 378 alemanes, víctimas de su rifle de precisión (que sin duda no se llamaba Silberbüchse, como el de Winnetou). ¡Lástima que no lo hubiera tenido en sus filas Nube Roja para atacar Fort Laramie! El certero indio fue también un gran mensajero y un inigualable scout y merodeador en el laberinto de las trincheras enemigas y la tierra de nadie (es curioso pensar que en un golpe de mano pudo encontrarse con Jünger: el indio le habría acaso abierto con su pala como si fuera un tomahawk la cabeza al escritor y stormtrooper al grito de ¡toma tempestades de acero!). Pegahmagabow, que no se separaba de su tradicional bolsita de poder, con talismanes, hizo 300 prisioneros y ganó la Medalla Militar tres veces, y lo que es más fuerte: volvió vivo —para convertirse en jefe tribal y luchar por los derechos indios—.

Aunque sometidos a la disciplina, el uniforme y el equipamiento del ejército (y el drástico corte de pelo —yo en cambio escribo esto en Formentera con felices greñas de oglala y una bandana que me da un aire a lo Cochise—), los indios a veces hacían gala de las formas tradicionales de lucha de sus ancestros. Hay varios casos de soldados nativos (el sioux Walter Strongheart) que atacan las ametralladoras alemanas de frente con gran coraje como si arremetieran contra una patrulla del Séptimo de Caballería, o (el cherokee Ute Crow) arrancan las bayonetas de las manos de los enemigos y las dirigen contra estos. Joseph Oklahombi, un choctaw, recibió la Croix de Guerre de manos del mismísimo Petain por tomar una posición alemana y hacer 171 prisioneros apuntando luego los cañones capturados contra el enemigo y mantenerse fuertes cuatro días en el emplazamiento a pesar de los continuos ataques con artillería y gas. Por cierto fueron choctaws del 142º regimiento de Infantería de EE UU los primeros en usar los enrevesados lenguajes indios para servir como Code Talkers, codificadores de mensajes radiofónicos, precediendo a los célebres navajos de la II Guerra Mundial. Tuvieron que inventarse algunas palabras: ametralladora era “pequeño cañón que dispara rápido”.

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Se produjeron también algunos episodios siniestros de vieja crueldad tribal (para la cual en realidad no hacía falta ser indio). El apache Emilio Areilo testimonió que había alineado a cinco prisioneros alemanes en las cercanías de Verdún y disparado a sangre fría sobre dos de ellos tras efectuar una danza de guerra. El choctaw Jesse Lewis explicó como mató a otros dos que se habían rendido solo después de agotar las municiones de su ametralladora, los muy listos. “Tenían mucho miedo a los indios. Uno de ellos hablaba inglés, y dijo: ‘Indios verdaderos americanos, indios grandes hombres, nosotros mucho miedo de indios, puedo luchar contra franceses e ingleses, pero no quiero luchar contra americanos”. La perorata no le sirvió de mucho al soldado alemán émulo de Old Shatterhand y seguramente lector de Prisioneros de los oglalas. El sargento ponca Richard Hinman liquidaba siempre a los prisioneros, indefectiblemente con la bayoneta. “Me he alistado para matar alemanes”, argüía. El sargento sioux James H. Crowe se enfrentó a una posición de ametralladoras en los bosques de Aronnge el 27 de septiembre de 1918 y consiguió reducirlas y capturar a los servidores. Entonces el guerrero se abalanzó sobre “un huno grande”, lo lanzó al suelo y ¡trató de escalparlo para hacerse con su cabellera! “Pero mis camaradas me lo impidieron, así que lo dejé ir”. Probablemente no habría sido un gran trofeo visto el corte de pelo prusiano. El episodio recuerda la escena de Leyendas de pasión (1994), una de las pocas que mezcla Primera Guerra Mundial y guerra india, en la que Tristan Ludlow (Brad Pitt), criado por un indio, a fin de vengar la muerte de su hermano mata y escalpa a dos artilleros alemanes y se cuelga sus cabelleras al cuello, para horror de sus camaradas.

El recorrido de las tipis a las trincheras (por utilizar el título que le dio a la experiencia Joseph K. Dixon, que recopiló los testimonios de los veteranos), o de las praderas y los bosques a los arduos predios de los obuses lo hicieron 12.000 indios norteamericanos (mil de ellos sioux) —aunque no todos estuvieron en el frente—, muchos de los cuales ni siquiera eran oficialmente ciudadanos de EE UU o Canadá. Algunos incluso estaban considerados todavía indios hostiles: entre los que se enrolaron figuran dos apaches chiricahuas que aún tenían el estatus de prisioneros de guerra. Los indios sufrieron un porcentaje de bajas muy alto (entre el 3% y el 5%), superior al de sus camaradas blancos (1,16%), lo que se explica tanto por su ardor guerrero como por la peligrosidad de las misiones que se les encomendaron, y que nunca eran reacios a presentarse voluntarios. En total murieron unos 600. Aparte de los caídos en acción fueron numerosos los que murieron de enfermedades como neumonía o gripe. El propio Foch reconoció la aportación india a la victoria aliada acudiendo el 28 de noviembre de 1921 —y mira que tendría cosas que hacer el mariscal— a una ceremonia en la reserva crow en la que fue investido jefe honorífico de la tribu, penacho incluido.

Luché para que los alemanes no hicieran lo que hizo con nosotros el hombre blanco

También se enrolaron algunas mujeres: Tsianina Pluma Roja, una india creek fue al frente a cantar para los soldados —no creo que les cantara Soldier Blue—, y la cherokee Anne Ross ayudó como cantinera, mientras que otras pocas trabajaron de enfermeras. No solo sostuvieron el esfuerzo de guerra los que marcharon al frente: los indios de casa suscribieron bonos de guerra por valor de 15 millones de dólares (de entonces) con gran patriotismo, entre ellos la viuda y los hijos de Gerónimo. El viejo jefe Águila Caballo vestido con toda la pompa de los indios de las praderas actuó como vistoso agente de reclutamiento.

¿Por qué se alistaron tan masivamente los indios (20% o 30% de los hombres mientras que los blancos solo lo hicieron en un 15%), esos nativos, “vanishing race”, a los que se consideraba inferiores y cuyos abuelos y padres habían sufrido las crueldades de las Guerras Indias, para combatir en la lejana Big Fight de los blancos? Aparte de las respuestas más simplistas como la de que “ningún buen indio se perdería una lucha” (jefe Joseph Cloud) y “quería matar a los damned boches” (Young Eagle), las ganas de aventura, el viejo espíritu guerrero de algunas tribus, el prestigio del servicio militar o el objetivo de escapar a una vida mísera, influyó mucho —según los testimonios— la voluntad de reivindicarse como verdaderos estadounidenses o canadienses leales y la esperanza (malograda) de lograr a la vuelta un trato mejor para ellos y sus gentes. En EE UU muchos de los indios que marcharon a Francia se habían educado en las escuelas obligatorias del Gobierno que los alejaban de sus raíces, perseguían asimilarlos y los imbuían de patriotismo y espíritu militar. Algunas respuestas a la pregunta de por qué combatieron tienen miga: “Luché”, escribió un veterano, “para que los alemanes no hicieran al mundo lo que el hombre blanco nos hizo a los indios”. ¡How!

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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