El universo inacabado de Marina Keegan
Solo tenía 22 años al morir. La que era gran promesa literaria de EE UU pervive como referencia
La fotografía en la portada del libro engaña. El rostro de Marina Keegan corresponde más a una adolescente que a la voz enérgica y rebelde que desvelan las páginas interiores. Tampoco encaja su abrigo amarillo brillante bajo la melena pelirroja. Un retrato alegre de la escritora Keegan, de 22 años, para un libro publicado póstumamente. Una de las grandes promesas literarias de Estados Unidos perdió la vida hace dos años en un accidente de tráfico. Las grandes cabeceras le dedicaron extensos obituarios. Días antes de morir se había graduado en la Universidad de Yale, donde estudió Escritura Creativa con doble licenciatura en Inglés. Su novio se quedó dormido al volante mientras viajaban a casa de sus padres. Él salió ileso. Marina murió en el acto. La breve trayectoria de esta escritora —interrumpida poco antes de que comenzara a trabajar en la revista The New Yorker— no impidió que se convirtiera en una referencia para la comunidad universitaria de Yale, atrayendo el interés y el respaldo de profesores como Harold Bloom, su mentor.
"Cuando muere una persona joven, la mayor parte de esa tragedia radica en su promesa: lo que habría conseguido. Pero Marina dejó lo que ya había hecho: un trabajo literario mucho mayor de lo que pueden abrazar estas dos tapas", escribe en el prólogo Anne Fadiman, periodista, escritora, mentora y editora del volumen póstumo de Keegan. Una selección de ese trabajo ha conquistado a crítica y lectores con los 18 ensayos de ficción y no ficción reunidos en The opposite of loneliness (Lo opuesto de la soledad).
El título procede de su ensayo más conocido y es el término que buscaba para describir “lo que quiero en la vida”, tal y como escribió Keegan en la revista conmemorativa de su graduación en 2012. “Por lo que doy las gracias por haber encontrado en Yale y lo que temo perder cuando despertemos mañana y abandonemos este lugar”, decía, era ese opuesto a la soledad. Apenas una semana después de publicar el artículo en la web Yale Daily News, el texto había recibido más de un millón de visitas. Sus palabras —"… cuando ya has pagado la cuenta y te quedas en la mesa. Cuando son las cuatro de la mañana y nadie se acuesta. Esa noche con la guitarra. Esa noche que no podemos recordar. Esa vez que fuimos, vimos, nos reímos, sentimos…"— dibujaron un reflejo de ilusión e idealismo que tuvo un potente eco en miles de universitarios.
Los mismos que se encontraron sorprendidos por la denuncia de Keegan, —sin tapujos, y con la misma energía con la que colaboró en el movimiento Occupy Wall Street en 2011— ante la cantidad de graduados del Ivy League que acaban aceptando trabajos en el sector financiero. “Hay algo deprimente en el hecho de que tantos de nosotros estemos apostando por una carrera en la que no producimos nada, no ayudamos a nadie, ni hacemos algo que nos apasione”, protestó en Las alcachofas también dudan.
"Tenemos tanto tiempo por delante. Recordemos que todavía somos capaces de conseguir cualquier cosa..."
Keegan se permite emitir esas lecciones después de conectar con el cordón umbilical de los llamados millenials (los nacidos en la década de los años 2000) en Cold Pastoral, uno de sus ensayos de ficción, que trata sobre la muerte de un joven estudiante: “No podía dormir y acabé viendo sus 700 fotos en Facebook hasta que caí dormida delante del ordenador. ¿Qué se supone que debo sentir? ¿Qué dice la muerte de Brian de nuestra generación?”.
En Winter break, (término que se emplea para referirse a las vacaciones de Navidad estadounidenses), cuando muchos estudiantes se enfrentan al regreso a casa, Keegan escribió sobre el reencuentro con unos padres que hace tiempo se convirtieron en extraños —“mi familia es como la de cualquiera: suficientemente funcional. No fue hasta que llegué a la universidad cuando me di cuenta de que todo el mundo tiene líos en casa”—.
Los padres de Keegan han colaborado en la selección de sus ensayos, que aparecieron publicados la pasada primavera. En ellos la joven abre una ventana a sus propias experiencias como autora —“todo parecía merecer ser contado y tenía dificultades dejar de escribir todo lo que empezaba”—, el nivel de irresponsabilidad con el que pareció responder a su alergia al gluten, —a pesar de que su madre movilizó a las autoridades de Yale para que incluyeran alimentos adecuados en el menú—; o la evolución de su creatividad, insaciable, desde niña: “Me gustaba llamar la atención. Llevaba pijamas del arco iris a clase y participaba en las obras de teatro. Cantaba sola y siempre levantaba la mano. Tenía una confianza tranquila que me acompañó siempre”.
Y en la mayoría de los capítulos trasluce una de las grandes inseguridades que marca su generación, esa que tiene mayor acceso a la educación y a la información, la más conectada, pero también la que sufre mayores presiones —las circunstancias económicas no ayudan— para ser aún más relevantes. “Todo el mundo piensa que es especial. Mi abuela por Marlboro. Mis padres por las discotecas y la llegada a la Luna”, reflexiona en Canción para los especiales. “Nos dicen que podemos ser cualquier cosa. Que nadie es como nosotros. Pero busqué mi nombre en Facebook y hay ocho caras mirándome a los ojos. Cuando muramos, nuestros epitafios dirán lo mismo”.
Fadiman describe la prosa de Keegan como vibrante, fresca, vívida y nada pretenciosa. “Era valiente, profundamente idealista, pero tenía suficiente ironía e ingenio como para que su idealismo nunca sonara soso”, explica en un correo electrónico. “Era el tipo de idealismo con el que se pueden identificar lectores jóvenes, inteligentes y sofisticados”. Ese idealismo, ausente en gran parte de la narrativa de ficción más joven de Estados Unidos, desborda algunos de los ensayos de Keegan. “Marina tenía 21 años y su escritura suena como de esa edad”, relata Fadiman. “Era inteligente, alguien que conocía el lenguaje y que entendía que había pocos temas mejores que la juventud, las dudas, las sorpresas, la frustración y la esperanza”. Pero la autora también aparece aislada en el selecto mundo de Yale y las vacaciones en Cape Cod, la promesa de un talento sin contestar y las limitaciones de una clase alta estadounidense, con la que no toda su generación se podrá identificar.
Los padres de Keegan han colaborado en la selección de sus ensayos, que aparecieron publicados la pasada primavera
Sí lo hicieron miles de estudiantes en el homenaje dedicado a Keegan por la universidad, la página web dedicada en la fecha de su cumpleaños o el más de un millón de lectores de su ensayo más famoso. La joven denunció por igual la guerra de Irak, el ecologismo, o las inseguridades personales que pueden dominar —y arruinar— la vida sentimental de cualquier universitario. Presidía el Partido Demócrata de Yale —la organización política más grande del campus y que estuvo detrás de Occupy Wall Street—. También actuó y escribió obras de teatro de la universidad. “Cuando vivía, era muy conocida entre los estudiantes, porque sus intereses abarcaban varios mundos que suelen estar separados: literatura, teatro y política”, recuerda Fadiman. “Después de morir, sus amigos de todas estas áreas se reunieron para preservar su memoria de diferentes maneras. Muchos de ellos son artistas, escritores y actores de teatro. Su trabajo tuvo mucho impacto”. Se habían contagiado de la voz de Keegan: “Somos tan jóvenes. Somos tan jóvenes. Tenemos 21 años. Tenemos tanto tiempo por delante. Recordemos que todavía somos capaces de conseguir cualquier cosa".
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