Cubismo renacentista
El Hospital Tavera es una máquina del tiempo para Picasso, El Greco, Buñuel y la prensa rosa
Si una casa moderna, según Le Corbusier, debe ser una máquina de habitar, hay edificios clásicos que son máquinas del tiempo. Y no es ningún secreto que en Toledo hay una: el Hospital Tavera. Está a un paso de la Puerta de Bisagra, pero la guía que lo enseña —un dechado de claridad y erudición— se queja de la falta de visitantes: “No nos tienen en los circuitos turísticos”. El Año Greco mitigará esa sequía, pero que Dios conserve la vista a los circuitos: el sitio es una maravilla levantada en la segunda mitad del XVI con trazas de Alonso de Covarrubias. A pesar de que el aire florentino del exterior es suficiente aviso, nada hace presagiar lo que albergan esas cuatro paredes: la botica, el archivo, las habitaciones convertidas en museo (con piezas de primera), dos patios imposibles de intuir desde fuera, una iglesia con trazas casi catedralicias o una cripta de acústica inefable en la que aún se entierra a los duques de Medinaceli, sus dueños.
Luis Buñuel se fascinó con el lugar desde sus años de surrealista en ciernes
Pero además de una máquina de tiempo, el hospital, queda dicho, es un secreto a voces. Sin necesidad de haber estado en él, algunos lo conocerán por la prensa rosa —el entierro hace un año de la anciana duquesa, la boda de la hija de José Bono con el hijo de Raphael—; otros, por la serie Águila roja —sale en algún capítulo— y otros más por Tristana, la película de Luis Buñuel, obsesionado con este lugar desde sus años de surrealista en ciernes. Imposible olvidar a Catherine Deneuve acercando sus ojos a los del cadavérico cardenal Tavera en el túmulo funerario que le esculpió Berruguete, puro gore de mármol. Mientras la tumba del promotor del hospital ocupa el centro de la iglesia, El Greco pintó para sus altares dos cuadros que son míticos por distintas razones: uno —el Bautismo de Cristo, todavía en el templo— por ser de los que tenía entre manos cuando murió en 1614, hace ahora cuatrocientos años; el otro, por servir de inspiración a Picasso para Las señoritas de Aviñón, ese icono cubista.
Esa segunda obra del cretense, a la que le cortaron la parte superior, pertenece al Metropolitan de Nueva York pero duerme hasta octubre en el Museo del Prado: es una de las grandes estrellas de la muestra El Greco y la pintura moderna, estelar de por sí. La visión de San Juan es el título que pone en la cartela, pero ese lienzo de dos por dos —redondeando— ha tenido otros nombres, entre los de más pedigrí, La resurrección de la carne o La apertura del Quinto Sello del Apocalipsis. Cuando lo vio, fascinado, Picasso, se le conocía como Amor sagrado y Amor profano: el sagrado estaría en la parte que le falta. Los avatares del cuadro están a la altura de sus cambios de nombre. Tras pasar por las manos de Cánovas del Castillo, el presidente conservador asesinado en 1897, el lienzo terminó en las de un médico cordobés que ocultaba a sus hijas tanto desnudo manierista tapándolo con una cortina. Es lo que contaba Ignacio Zuloaga, que se lo compró al galeno por mil pesetas de las de 1905 y lo envió a su estudio de París.
Zuloaga viajó a España con Rodin para convencer al escultor de las bondades de El Greco. No tuvo éxito
Allí se lo topó Picasso, que dos años más tarde revolucionaría el arte moderno con sus cinco señoritas en cueros. John Richardson, brillante y malicioso —o brillante por malicioso— biógrafo del pintor malagueño, recuerda en su biografía el viaje en el que Zuloaga se hizo con esa obra maestra. El capítulo se titula Saqueando el pasado y en él se cuenta el periplo por España del artista eibarrés junto a su amigo Rodin y un entusiasta coleccionista ruso: Ivan Shchukin. Al primero quería convencerlo —sin demasiado éxito— de las virtudes de aquel griego extravagante que lo tenía fascinado (llegó a poseer una docena de obras suyas). Al segundo pretendía asesorarlo en la compra de varios grecos. Ni que decir tiene que Richardson, que llama al ruso “ingenuo” y “decadente”, se regodea contando el resultado de la operación: cuando años después Shchukin quiso pagar sus muchísimas deudas vendiendo los nueve cuadros que le consiguió Zuloaga, resultaron ser falsos. Acosado por los acreedores, se suicidó en 1908. Richardson, por supuesto, no se ahorra la justicia poética respecto al asesor del futuro suicida: "En los años siguientes Rusia, que se había convertido en su principal mercado, fue invadida por zuloagas falsos".
En 1830 el Museo del Prado había intentado comprar 'El entierro
Aquellos que todavía crean que, como antes los niños, la cotización de un artista viene de París, harían bien en echarle un vistazo al catálogo de El Greco y la pintura moderna. En él Pedro José Martínez Plaza, conservador del Prado, nos relata el trasiego de ventas, copias y falsificaciones que se produjo merced al éxito de la primera gran exposición que el museo dedicó al autor de El caballero de la mano en el pecho. Fue en 1902 y coincidió —no por casualidad— con la coronación de Alfonso XIII, una feria que llenó de extranjeros Madrid. El salto de El Greco al otro lado del Atlántico empezaba a cuajar, lo mismo que su gloria moderna en España. Su reivindicación decimonónica tenía, no obstante, precedentes curiosos. Como cuenta Martínez Plaza, en julio de 1830 el Museo del Prado —entonces Real Museo de Pinturas y Esculturas— quiso comprar a la iglesia toledana de Santo Tomé El entierro del señor de Orgaz. El ecónomo de la parroquia dio el visto bueno pero la venta nunca se ejecutó. El cardenal primado tenía la última palabra, aunque no se conocen sus razones, ni siquiera si hubo tales razones. Poco después lo intentaría también la Real Academia de San Fernando. Para suerte de todos, el buen señor de Orgaz continúa recibiendo a las visitas en el lugar en el que fue enterrado. Pocas se acercan al Hospital Tavera. Es un momento perfecto para ir.
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