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Exiliados de Triana

La expropiación del barrio sevillano en los cincuenta, cuando era epicentro del cante y del baile, provocó una diáspora flamenca

Amelia Castilla
A la izquierda, la bailaora Carmen Montoya y los hermanos Loli y José Lérida. Los tres vivían de niños en Triana
A la izquierda, la bailaora Carmen Montoya y los hermanos Loli y José Lérida. Los tres vivían de niños en TrianaAlejandro Ruesga

Nunca se fueron del todo. El desalojo en varias fases de más de 3.000 familias de Triana iniciado a finales de los años cincuenta del siglo pasado propició el cambio de la fisonomía del céntrico barrio de Sevilla. Los patios de vecinos, corrales y toldos (una lona sujeta con cuatro palos) donde convivían “en armonía” gitanos y gachós fueron barridos del centro de la capital. En principio, fueron realojados en una nave industrial en espera de ser traslados al polígono San Pablo y posteriormente a las Tres Mil Viviendas, un barrio que la droga convirtió en inhabitable. En camiones, escoltados por la policía y la guardia civil, en lo que algún testigo ha descrito como “la noche de los cristales rotos”, viajaban los patriarcas de dinastías flamencas como los Montoya, los Amador y los Cagancho, y con ellos algunas de las esencias del baile y del cante de Andalucía. Espectáculos donde los supervivientes recuperan sus orígenes, el documental Triana pura y pura, premiado en varios festivales y una de las revelaciones del año, y la propuesta de la Unión Romaní de crear una asociación cultural reivindican un legado cultural y una filosofía de vida.

Muchos sueñan todavía con la vuelta a Triana, como si recuperar los años en que fueron niños y felices estuviera al alcance de la mano. Ha pasado medio siglo y todavía conservan el sentido de pertenencia. De los viejos quedan ya muy pocos, pero el testigo del Tragapanes, Pepa La Calzona y el Titi lo han recogido la siguiente generación, en este caso gente que creció fuera del barrio, familias humildes que no han pasado hambre pero que saben cómo huele. Gitanos con gracia y salero, acostumbrados a vivir el presente, pero ya más preocupados por el futuro de sus hijos que por lo bien que bailan por tangos. Loli Lérida, una de las últimas cigarreras sevillanas, profesión que heredó de su familia materna, salió con 13 años de Triana con sus padres y su hermano para ocupar una casa que les había tocado por sorteo. “Vivíamos como una gran familia, al principio pensamos que íbamos a volver, que se trataba de algo temporal, pero nos desperdigaron por toda la ciudad, una atomización que borró nuestra idiosincrasia y filosofía de vida”, cuenta en una cálida tarde sevillana. Loli aprendió a hablar y a cantar en el barrio, sin más escuela que las voces y las guitarras de los vecinos, como su hermano y sus primos. Ahora ni fuma ni baila, pero trabajó 30 años en la fábrica de Ducados, la primera que se fundó en Europa. “Entré a los 18 años con los estudios primarios y el servicio social cumplido. He vivido entre máquinas de liado y empaquetado hasta que me jubilé por invalidez antes que cerraran la fábrica”. El baile lo dejó para las fiestas, como su hermano José, que sacó el carné de cantaor en el curso de un examen en el teatro Álvarez Quintero, el mismo en el que se graduó Manuela Carrasco. Su hermano se buscó la vida en negocios relacionados con la hostelería y lo compaginó con el cante. “Siempre ha habido oficios, en la cava había fraguas que tenían su especialidad y sus proveedores; mi padre trabajaba en la compañía de tranvías y obras del puerto y yo a los 11 años empecé en la casa de las galletas. La venta ambulante llegó mucho después, entonces la gente de los pueblos llegaba con sandías e higos chumbos, pero nada más”.

La Negra, madre de Lole Montoya y abuela de Alba Molina.
La Negra, madre de Lole Montoya y abuela de Alba Molina.Alejando Ruesga

Tras el desalojo, forzado por la especulación del suelo y el mal estado de algunas viviendas que habían quedado seriamente dañadas por las riadas del Tamarguillo en 1947, las familias artísticas siguieron funcionando, pero las fiestas y el modelo de convivencia, articulado en torno a los patios de vecinos, donde se vivía alquilado con derecho a cocina y a servicio, se extinguieron. Se encontraban para celebrar bodas y bautizos o se reunían el Viernes Santo en el Morapio; tras una actuación en el teatro Lope de Vega de Sevilla en 1982 formaron el grupo Triana Pura, con una media de edad de 70 años y dedicado a llevar sus cantes por el mundo. Llegaron a vender 50.000 discos con el Probe Miguel pero en la década del 2000, “cuando en el camerino se acumulaban más pastillas para la tensión y el corazón que botellas de whiski”, cesaron las actuaciones. José Lérida cantaba y bailaba en el grupo y ahora, al calor del éxito del documental que ha dirigido Ricardo Pachón, ha retomado con Manuel Molina el espectáculo El mantoncillo de Triana, en el que recuperan la historia del barrio.

Los gitanos llegaron a Triana en el siglo XV y con ellos sus cantes y sus bailes. Ejercían como herreros y matarifes

Todavía hoy basta sentarse en una de las terrazas del Altozano (una de las zonas donde se levantaban las casas en las que vivían) para encontrar a algunos de los supervivientes. Como esta tarde en que se juntan en la misma mesa el cantaor Manuel Molina y Juan, dueño de la taberna La Peña del Bollo. En ese local se fraguó, en 1975, Nuevo día, el primer disco de Lole y Manuel, cuyas canciones dieron pie a lo que luego se conoció como el nuevo flamenco. “Nos sentábamos a las diez de la mañana en el poyete y ahí pasábamos el día; enfrente había una panadería y le decíamos a Juan: ‘Sácame un poco de melva que voy por un bollo’. De ahí surgió el nombre del bar”, cuenta Manuel. Nadie registró lo que pasó en las fiestas de los patios. Había tantas maneras de cantar y de bailar como personas. “Cada uno lo hacía a su aire. Los cantes se transmitían de forma oral, de manera que cuando llegaba a tus manos ya eran distintos”, tercia el guitarrista y cantaor, que llegó al barrio con siete años, procedente de Ceuta. Su familia se instaló en el Tardón, pegado a Triana, de donde fueron desalojados en una de las fases de la reconversión del barrio.

Desalojo de los vecinos de Triana en los años cincuenta
Desalojo de los vecinos de Triana en los años cincuenta

A Manuel García Rondón, secretario general de la Unión Romaní, lo de los ocho apellidos vascos se le queda corto. Su primer ascendiente fue bautizado en la iglesia de Santa Ana en 1783. Con ese árbol genealógico parece lógico que recurra a la historia para apuntalar las raíces de su raza. Los gitanos llegaron a Triana en el siglo XV y con ellos sus cantes y sus bailes. Ejercían como herreros (en ese entramado económico representaban la tecnología punta), matarifes y carniceros y se instalaron en la margen derecha del río. Como en otros puertos de ultramar, en Sevilla convivían con mulatos, moriscos y judíos. Ahí nació, según su testimonio, el carácter colectivo del trianero. Pero la historia se tuerce con las redadas de 1749, que propiciaron que más de 10.000 gitanos (la cifra es aproximada puesto que no estaban censados) de entre Cádiz y Sevilla fueran prendidos. “Se les arrebataron sus bienes con la intención de hacernos desaparecer como grupo étnico, pero gracias a los gremios y las hermandades pudieron volver y vivir pobres pero insertados y felices”, añade García Rondón. La felicidad no duró mucho, el desarrollismo y la llegada de la maquinaria agrícola acabaron por arruinar las herrerías. Quedaba la convivencia el flamenco como expresión de una forma de vida: “No había problemas de racismo, ni enfrentamientos. Dicen que éramos compatibles porque compartíamos pobreza”. Fue testigo del primer desalojo, en la calle de Pelay Correa. En los camiones donde cargaron los enseres, subieron también sus amigos, los niños con los que jugaba en la calle, payos y gitanos. Su familia vivía en Ardilla y el porcentaje de uno y otro grupo estaba en torno al 40 % y en Rocío del 80 %, pero los datos no son oficiales.

Los flamencólogos no acaban de ponerse de acuerdo, aunque se da por hecho que el origen del cante se sitúa en el triángulo Sevilla, Jerez y Cádiz. Juan Talega señaló Triana como el centro neurálgico. Como prueba de compás cuentan que Manolo Caracol y Antonio Mairena viajaban hasta la cava para escuchar a Cagancho por soleá y seguiriyas. “En los romances tradicionales castellanos que habían sido popularizados por el pueblo se fraguó el cante gitano andaluz y los estilos trianeros, corridas, romances, tonás y martinete”, dice García Rondón.

El cantaor Manuel Molina en el barrio de Triana.
El cantaor Manuel Molina en el barrio de Triana.Alejandro Ruesga

Ricardo Pachón, productor de algunos de los discos de Camarón, Lole y Manuel, Pata Negra y Veneno, reivindica el erotismo salvaje que tenía el flamenco y el baile del barrio sevillano. “Daba gusto verlos simulando el sexo con los pantalones agarraos y moviendo las caderas”, añade.

Con la fresca los trianeros de hoy siguen sacando las sillas a la puerta o se les ve en los balcones con la camiseta blanca de tirantes mirando el discurrir de la gente. Antonia Rodríguez, conocida como La Negra, la cantaora por la que bebía los vientos Camarón, parió a Lole, su hija mayor, en la calle del Evangelista y en la misma cama donde nació su marido, el bailaor Juan Montoya, miembro de una dinastía con un compás y un estilo propio. La Negra nació en Orán en 1936, pero llegó al barrio con 17 años para ver las fiestas y ya no se movió. Subir al escenario le hace vibrar, y hasta en Nueva York han escuchado su cante, pero no olvida las veladas en el cine Estrella donde compraba papeletas para la rifa de pasteles y sandías. “Las fiestas en la calle eran memorables. Muchas noches acabábamos en colchones durmiendo a la fresca hasta que mi suegra nos despertara para que entráramos”. Su vida y su música son fruto de muchos años de hambre y de tristeza, pero se trata de una gente “especial que te alegra las penas”. Manuel Molina cree que no hay mejor antídoto contra el dolor que la alegría. Como muestra ofrece su receta vital: “Mi padre siempre me decía: ‘Manuel, un buen día de calor, o Manuel, un buen día de frío’. Con esa filosofía he crecido”.

Algo de ese instinto de supervivencia y de vivir el presente ha heredado el guitarrista Raimundo Amador. Su familia vivía en una tienda de campaña en Triana que fue arrasada por la riada mientras su padre se buscaba la vida en la base de Rota como guitarrista: Cuando regresaron tenían plaza en el polígono San Pablo, "con los váteres y las duchas a quinientos metros", luego les dieron el piso en las Tres Mil. En su familia, los que no son artistas viven de la venta ambulante. Su paso por Veneno y Pata Negra y su posterior carrera individual lo han convertido en un guitarrista mundialmente conocido, pero tiene muy claras en su memoria aquellas veladas irrepetibles.

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