Ignacio García-Valiño, un escritor sin etiquetas
Transitó por géneres muy diversos y fue finalista del Nadal 1998 con ‘La caricia del escorpión’
Ayer por la tarde me enteré con enorme consternación de que por la mañana, en Marbella, había muerto Ignacio García-Valiño (Zaragoza, 1968), víctima de la enfermedad contra la que luchó durante años.
Licenciado en Psicología, carrera que estudió en Madrid, empecé a leerle a partir de su segundo libro, La irresistible nariz de Verónica (1995, Premio José María Pereda), con el que se hizo un hueco entre los escritores que despuntaban en nuestra generación. Ese lugar destacado ya no lo abandonaría. En 1998 fue finalista del Premio Nadal con La caricia del escorpión, y en 2006 del Ciudad de Torrevieja con Querido Caín, una novela que sería adaptada al cine y en la que ahondaba en uno de sus temas favoritos, la maldad infantil, la maldad en estado puro. Era García-Valiño un escritor al que le interesaba analizar a sus personajes, indagar sobre su conducta, introducirse en ellos, sabedor, sin que ello le hiciera renunciar al suspense ni a la trama, de que la aventura es sobre todo un proceso interior. Sus libros, a veces de gran dureza, suelen estar bañados por el humor, como forma de compensar lo sórdido o lo atroz. Valiente sin ser temerario, no rehuía probar cosas nuevas, porque sabía que lo importante de escribir es, simplemente, escribir. Ni más ni menos. Gozó del privilegio —pero un privilegio ganado por él mismo, pues nadie lo regala— de escribir lo que le apetecía, sentía o necesitaba, sin pensar en el público, en los críticos o en las modas, aunque sí en los lectores o, mejor dicho, en el lector que era él. Firmó así, además de novelas y libros de relatos, guiones (era un cinéfilo confeso), un hermoso álbum ilustrado para niños, Yago, el cocodrilo vegetariano, o un ensayo sobre adolescentes conflictivos, Educar a la pantera, apoyándose en su experiencia como orientador educativo. Era capaz de escribir en primera persona desde la mente de una mujer de mediana edad, o demostrar que no hay géneros menores y publicar excelentes novelas históricas, justamente reconocidas por la crítica, como Urías y el rey David y Las dos muertes de Sócrates, o una novela juvenil de gran calidad, como Pablo y el hilo de Ariadna. Cuando salían de sus manos, tales etiquetas, "histórica" o "juvenil", perdían su sentido.
En marzo nos convocó a varios amigos para cenar en Madrid, cosa que hicimos en una casa de comidas acorde con nuestra respetabilidad y nuestro presupuesto de escritores. Luego tomamos una copa. Había venido a presentar su última y esperada novela, El ruido del mundo. Estuvo animado, simpático, con esa mirada levemente irónica, indagadora y cariñosa que le caracterizaba. Nada hacía pensar en que su salud fuera mala. Hace muy poco volvimos a vernos. Parecía contento, y no imaginamos que el desenlace fatal estuviera tan próximo.
Privados demasiado pronto del placer de su compañía, nos quedan los recuerdos y un suficiente número de excelentes novelas como para que sigamos conversando. Ignacio, Nacho, deja el ruido del mundo, y por un momento el mundo se vuelve más silencioso, aunque no más apacible.
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