‘Sa-tis-fac-tion’ en Chamartín
Los septuagenarios Rolling Stones despliegan su energía en Madrid Cerca de 50.000 personas siguen el concierto en el estadio Bernabéu
Entre la fe y la incredulidad se debatían las cerca de 50.000 personas que llenaron ayer el estadio Santiago Bernabéu para ver a los Rolling Stones. Fe en una tradición que dentro del rock es el equivalente en longevidad si hacemos paralelismo a la Iglesia Católica —ahí siguen desde su fundación, con demonios y dioses incluidos— e incredulidad porque había que frotarse varias veces los ojos para verlos ahí, cumplidos los 70 años y encima del escenario, como rosas.
Quince minutos antes de la hora prevista, a las 21.45, desembarcaron en sus furgonetas y con 10 minutos de adelanto, sobre las 22.00, saltaron al escenario. Tres pantallas de vídeo les perseguían sobre las pasarelas y el cuarteto, junto a siete músicos de apoyo, entonó Jumpin Jack flash. Sonido canalla, galimatías de cuerdas, vientos, voces y teclados, barullo por codificar, mientras en mitad del paseo por el que deambulaban como saludándose, comenzaba a alzarse la figura de Mick Jagger, embutido en una americana roja estampada, melena al viento, desafiando a la biología en todas sus manifestaciones, bien en forma y al mando del cotarro ya en la segunda canción: You’ve got me rockin.
De ahí en adelante, el repertorio clásico se fue sucediendo sin espacio para novedades, pero sí para todo tipo de virtuosismos. ¿Mereció la pena el precio de la entrada? Las leyendas se venden caras. En este caso, entre 85 y 225 euros con un solo día de espacio para la compra porque agotaron el papel y bloquearon el negocio on-line en una jornada caótica. Pero a juzgar por la entrega del público y el buen rollo que los Stones siempre han destilado en Madrid desde que hace ahora 32 años saltaran por primera vez al césped del Vicente Calderón, parecía que sí.
Si desde luego se ganaron el sueldo a base de grandes éxitos incombustibles —de Start me up a Tumbling dice, de Honky tonk woman a Sympathy for the devil o Brown sugar y, cómo no Satisfaction para ir cerrando— merecieron incluso propina con un préstamo cogido al vuelo a Bob Dylan para esa canción que parecía destinada a ellos, Like a Rolling Stone, y una versión de casi 10 minutos de Midnight rambler. En este caso se mezclaron oficio, frescura y sentido del espectáculo para dar un repaso a la historia de la música moderna desde las marcadas raíces del blues al heavy metal. Sencillamente, magistral.
En cuanto a su estado de salud interpretativa andan a años luz de aquella primera vez en Madrid. Saltos y filigranas aparte, con una presencia escénica a prueba de bomba, Mick Jagger demostró que las críticas que en su día le hizo su compañero Richards por haber tomado clases de canto, no tenían fundamento. Lo hizo en sus memorias, tituladas Vida. Y entre otras lindezas aquello llegó a ser titular de varios medios en todo el mundo.
Le pareció al guitarrista una horterada indefendible que a su juicio dejaba a las claras los aires de diva de su compañero, pero escuchar a estas alturas la voz de Jagger impoluta en sus berridos con acento un tanto macarra y su cada vez más depurado español cuando sale de un impecable y enérgico solo de armónica, no se comprende si no domina como lo hace el arte de la respiración en todos sus matices. Lo mismo pasma el virtuosismo sereno de Keith Richards, más cuando cambia de guitarra casi en cada tema y ni se inmuta. Charlie Watts continúa igual de impasible, pero expeditivo tocando la batería mientras que Ronnie Wood aporta un poso de hard rock que cruza los caminos de esas esencias teñidas de negro que les hicieron decidirse por la música hace más de 50 años.
Los Stones son quienes son por dar la vuelta al mundo con noches como la de ayer en Madrid. En vivo llevan a sus espaldas desde que debutaran hace 52 años en Londres. Hace más de dos décadas que no graban un disco redondo y su cuidado en el trabajo de estudio anda lejos del que ponían a finales de los sesenta impactados tras haber escuchado el Sargent Pepper de los Beatles.
Sin embargo, aún hoy su monumental sentido del espectáculo se impone a precio de himno, con la veta de la hazaña y la vocación de pasar a la esfera de los mitos. Ya lo son, pero como si todavía no lo tuvieran claro, siguen sudando el empeño de ser leyenda en cada palmo del escenario. Mientras, en un signo de entrega y fidelidad envidiable, su público entona la cadencia acústica de Angie con el mismo ímpetu que paga un tributo al sentido común con ese lema que te vale como motu vital: "No siempre puedes conseguir lo que quieres, pero si lo intentas, a veces puedes lograr lo que necesitas" (You can´t always get what you want).
Quienes fueron ya tardíos testigos de su leyenda en su primera visita a Madrid cuando ya llevaban 20 años dando tumbos y habían puesto patas arriba el puritanismo de Occidente, no se imaginaron entonces que tres décadas después iban a volver a disfrutar de ellos en vivo y en directo. De ahí la fe y la incredulidad. Hasta el punto de que nadie se atrevía a apostar dentro del recinto que esta haya sido la última.
El esperado repertorio cuajó entre el sonido todavía canalla y metálico de sus cuerdas y la aún atlética entrega de Mick Jagger. Que, septuagenario, Jagger siga confesando que no encuentra satisfacción puede resultar grotesco. Pero no por ello deja de causar asombro oírselo de nuevo y corearlo a pleno pulmón como ocurre en sus conciertos. Satisfaction sigue siendo un himno nihilista, un retrato del vacío creciente, una visionaria perorata con la que cualquiera de nosotros se puede identificar.
El reciente viudo ahoga sus penas y su lamento por el pasado fallecimiento de su pareja, la diseñadora L’Wren Scott, que obligó a suspender parte de su gira por Asia, dando botes encima del escenario. Retomada la carretera en pleno luto, enfundado en sus camisas de seda y arropado por las 70 guitarras que puede llegar a tener a disposición Richards, acompasado en el marcaje de los ritmos por la flema de Charlie Watts a la batería y la sorna de Ronnie Wood,, Jagger sigue dejando patente esa avasalladora seguridad, la mímica y el alarido intactos, el lenguaje corporal intensamente sensual, su mueca y su enorme boca ardiente a disposición de la concurrencia. Al joven que quedó arrebatado por el blues y que es hoy un maestro del rock and roll, del espectáculo de masas, de la cultura popular, no le vence el vértigo del tiempo. Tampoco a sus tres colegas. Es lo que tienen las leyendas.
Babelia
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