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El Greco y Picasso: un diálogo decisivo

El malagueño fue una de las claves para la difusión internacional de la obra del cretense

'Mujer sentada en un sillón', de Picasso (1910).
'Mujer sentada en un sillón', de Picasso (1910).

El último entre los grandes maestros antiguos españoles en ser reconocido, El Greco, fue también la influencia más determinante para animar el movimiento más decisivo para el desarrollo de la vanguardia del siglo XX: el cubismo; o sea: que, al final, el pintor cretense resultó ser demasiado moderno para los antiguos y, a la par, fuente de inspiración para el arte contemporáneo, aunque previamente estuviese a la sombra durante casi tres siglos. En todo caso, al mencionarlo antes en relación con el cubismo, ya se entiende que Pablo Picasso fue una de las claves para su difusión internacional. El artista malagueño tuvo oportunidad de descubrirlo casi en plena adolescencia, pues lo frecuentó en el Museo del Prado desde 1897-98, cuando cursaba estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando e, inmediatamente después, en la Barcelona modernista, donde se estaba fraguando un culto fervoroso en torno a El Greco.

El interés por El Greco entre las huestes vanguardistas de comienzos de la pasada centuria, fueran posimpresionistas, fauvistas, expresionistas o cubistas no estuvo motivado solo por la fascinación de lo antes menospreciado o desconocido, sino también obviamente por razones formalistas, ya fuera su insólita gama cromática, el exagerado alargamiento de sus figuras o su composición aplanada. A todo ello, en el caso de Picasso, se sumaba otra, de naturaleza antropológica, de corte identitario e, incluso, si se quiere, edípico. En relación con la primera, la de la españolidad de El Greco, Picasso la compartía con otros colegas contemporáneos de su país en ese momento histórico crítico de la Generación del 98, obsesionada por redefinir y regenerar nuestro país; pero, con la segunda, la edípica, se entremezcló la apoteósica celebración oficial española del tercer centenario del nacimiento de Velázquez en 1899, el cual, entre la década de 1860 y la de 1890, se convirtió internacionalmente en la gran figura del arte occidental que todavía sigue siendo y el ejemplo máximo propuesto por el padre de nuestro pintor, José Ruiz Blasco, profesor de dibujo de Bellas Artes. Aunque el joven Picasso nunca renegó de Velázquez, la tentación de buscarle un rival histórico a su altura y entonces no demasiado conocido, como El Greco, resultó irresistible y artísticamente muy estimulante.

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Es cierto que, con el paso del tiempo, Picasso reequilibró su admiración por ambos maestros, como así lo plasmó el artista malagueño en el título de un cuadro de sus últimos años, El mosquetero (1967), en cuyo bastidor firmó como Domenico Theotocopoulos van Rijn da Silva, una forma de homenajear a sus tres ídolos del pasado: El Greco, Rembrandt y Velázquez, pero, durante el primer tramo de su carrera, entre el periodo azul y el cubismo, su obsesión creadora dominante fue el cretense. Así, entre 1897 y 1914, de una u otra forma, Picasso vuelve una y otra vez sobre El Greco y lo hace mediante obras tan significativas como las que dedicó a la trágica y prematura muerte de su suicidado colega y amigo Casagemas o con la crucial Las señoritas de Avignon, pero la obra del cretense aletea por sobre casi toda su feraz y decisiva etapa de la gestación y el desarrollo del cubismo, cuando buscaba unificar el fondo y la figura de sus composiciones pictóricas. Posteriormente, esta obsesión grequista de Picasso no fue tan exclusiva, aunque sin desaparecer jamás de su horizonte, como, entre otros, así lo avala también su cuadro Retrato de un pintor a partir de El Greco (1950), casi una transcripción modernizada de Retrato de un pintor (Jorge Manuel Theotocópuli) (h. 1600-1605) del cretense.

Entre 1897 y 1914, de una u otra forma, el malagueño vuelve una y otra vez sobre la obra del cretense

De manera que la relación entre El Greco y Picasso fue muy intensa y duradera. En realidad tanto que se puede rastrear la huella del primero en el segundo en no menos de aproximadamente un centenar de obras, dibujos y pinturas, que Picasso ejecutó a lo largo de casi 70 años; o sea: prácticamente durante casi toda su dilatada y feraz trayectoria artística. Y no digamos, si analizamos esta influencia desde una perspectiva cualitativa, porque El Greco aparece en Picasso en momentos decisivos: la gestación de la monocromía —el color— o la destrucción de la perspectiva —la composición—, por citar solo dos pasos y aportaciones decisivos del artista malagueño.

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