La larga mano del cibertendero global
El futuro del negocio del libro, pendiente de las escaramuzas en el mercado de Internet
Prosiguen las escaramuzas y negociaciones entre Amazon y Hachette Book Group (HBG), la poderosa filial americana del megagrupo francés Lagardère, enfrentados en un grave conflicto contractual, cuya resolución podría influir decisivamente en el futuro del negocio del libro. Como se sabe, el cibertendero global, que controla el 60% del mercado de los e-books y presiona desde hace tiempo al grupo editorial para obtener mejores descuentos, ha limitado su stockde libros de HBG, retrasando las entregas y no aceptando pedidos anticipados para próximas novedades. Oren Teicher, director de la Asociación de Libreros estadounidenses (ABA, en sus siglas en inglés), ha criticado con virulencia los descuentos agresivos y las maniobras de intimidación del cibertendero, afirmando que “la industria del libro es el rehén de una empresa mucho más interesada por la venta de pantallas planas, pañales y productos de charcutería”. Internet se ha hecho eco de los partidarios y adversarios de las dos empresas en conflicto: numerosos autores publicados por HBG —como el superventas James Patterson— han manifestado su protesta ante las prácticas “monopolizadoras” de Amazon, pregonando que la empresa de Bezos no sólo se propone controlar la compra y la venta, sino también la misma edición de libros. Mientras los otros megagrupos editoriales asisten a la disputa, recordando con preocupación sus anteriores derrotas legales frente a Amazon, los libreros independientes aprovechan la situación para protestar contra el gran operador, proclamando que ellos no ejercen ninguna censura editorial y colocando en las cubiertas de los libros de los autores afectados pegatinas que proclaman “I Didn’t Buy it on Amazon” (no lo he comprado en Amazon), al tiempo que desarrollan una frenética actividad de promoción de los libros con lecturas, firmas y charlas. Por su parte, Amazon ha adoptado una posición un punto victimista, justificando su presión como un intento de conseguir mejores condiciones para poder abaratar el acceso a la lectura y explicando que Hachette no es precisamente una editorial independiente, sino un poderoso megagrupo global cuyo volumen de negocios lo coloca en el quinto puesto de la edición mundial. Mientras tanto, y tal como ha declarado Joaquín Almunia, la Comisión Europea —siempre más lenta que el caballo del malo— se limita a tratar de “comprender” el contencioso americano, justo en un momento en que, en suelo europeo, el grupo sueco Bonnier podría verse enfrentado a problemas semejantes con Amazon. Aurélie Filippetti, mi admirada ministra francesa de Cultura, que ha reclamado recientemente la máxima vigilancia de la Comisión para prevenir posibles “abusos de posición dominante”, ha emitido un duro comunicado sobre Amazon, juzgando inaceptable el chantaje a los editores y la restricción del acceso público a los libros para conseguir ventajas comerciales. Lo que está en juego en la partida americana es, más que un mero concepto del negocio del libro, toda una revolución en el control del acceso a la cultura escrita.
Brisa
Mecido por los vientos de fronda que soplan, decido adoptar provisionalmente el calendario republicano francés, de modo que me preparo para la próxima llegada de Messidor, primer mes del verano, caracterizado antaño por el balanceo rumoroso de las doradas mieses, y hogaño por el despelote general del personal agobiadísimo y recortado, que se las ve y se las desea para refrescarse, y mucho más para planear un merecido descanso más allá del mundanal ruido ciudadano. Consciente de los peligros de la canícula, elijo cuidadosamente mis lecturas, de acuerdo con la brisa vespertina que exige a la vez levedad e inteligencia. Eso mismo es lo que encuentro —y me lo paso la mar de bien— en El genuino sabor (Random House), de Mercedes Cebrián, subtitulada “una novela” y que sólo lo es gracias a la cualidad proteica de un género en el que cabe todo lo que le echen. Más que una novela en sentido estricto (en los paratextos se insiste sospechosamente en que es “rupturista” con la tradición) la narración de Cebrián, centrada en la sincopada peripecia de una gestora cultural treintona (o cuarentona temprana) que va saltando de destino en destino extranjero, es sobre todo un dechado de humor, inteligencia y color local (especialmente en el episodio central, ambientado en Londres), además de una irónica reflexión acerca de cierta modalidad de desarraigo nada infrecuente en su generación, una sensación perfectamente descrita por Almudena, la protagonista, cuando le explica a su amigo Isidro su idea de lo “blandengue internacional”, de la sensación (supongo que incómoda) “de estar flotando en un líquido amniótico para adultos”.
Abdicaciones
Ahora que a casi todo el mundo le ha dado por abdicar —incluyendo entre las abdicaciones las renuncias a seguir trabajando de dos de mis reyes favoritos: Philip Roth y Jean Luc Godard—, el único que parece seguir inconmovible en su trono inmaterial y literario es Javier Marías, actual monarca de la isla caribeña de Redonda, despreocupado de los pronunciamientos republicanos de alguno de sus cortesanos. Testarudo y contumaz, pero siempre muy atento a la recepción y procesamiento de su obra —ahí tienen, sólo para abrir boca y mercadotecnia, sus tempranas manifestaciones acerca de su nueva novela Así empieza lo malo, que no aparecerá hasta septiembre—, resulta porfiado hasta en sus errores. Porque feliz error —en sentido estrictamente comercial— es esa carrera de editor exquisito en la que persiste tozudamente, a pesar de que pierde dinero casi con cada libro que publica, por más que el catálogo de Reino de Redonda esté repleto de deslumbrantes joyas y alguna bisutería de lujo de las que hacen las delicias de connaisseurs y amantes de las rarezas. Su última entrega, Un reguero de pólvora, de Rebecca West (prólogo de Agustín Díaz Yanes), pertenece a la primera categoría. En un momento en que, quizás ahítos de tanta ficción clónica, los lectores recurren a la crónica en busca de más refrescantes narratividades, estos ensayos de la señora West —por cierto, duquesa de Redonda desde 1951, durante el reinado más bien dipsómano de John Gawsworth— en torno a juicios sonados o menores, resultan una lectura más que agradecida. El más extenso de ellos, Invernadero con ciclámenes compuesto en tres partes escritas entre 1946 y 1954, fue en su origen un reportaje sobre los procesos de Núremberg que le encargó The New Yorker, tres lustros antes del que encargaría a Hannah Arendt sobre el juicio de Adolf Eichmann. La crónica de West tiene la contundencia de la inmediatez y de la cercanía al horror, lo que le confiere un especial interés que se incrementa con sus observaciones de primera mano acerca de la psicología de los acusados. Los otros tres ensayos se refieren a asuntos más domésticos, pero en ellos también se examinan con lucidez y buen hacer literario los eternos mecanismos del crimen, el castigo y el perdón, motivos, por cierto, muy presentes en las novelas de Xavier I, nom de trône del señor Marías.
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