A fuego lento
Suele decirse que no es posible la originalidad plena, pero también lo contrario, como el gran bailarín Joaquín Cortés, que, el pasado jueves, estrenó en Barcelona su espectáculo Gitano y comentó en la televisión catalana: “Siempre dicen que está todo hecho, que no hay nada nuevo, y esto no es cierto”. Lo dijo a un entrevistador reñido con ideas de novedad, quizás porque lleva dos años organizando a diario una tertulia que gira obsesiva sobre un único tema, el soberanismo.
Cortés le habló de lo nuevo al entrevistador, justo el día en que este había tenido que introducir en su magazine el asunto emergente del momento, una cuestión que en aquel contexto monotemático resultaba, como mínimo, imprevista, muy imprevista: el grave descontento social en Cataluña, perceptible en las imágenes que en directo se emitían desde el barrio de Sants en llamas.
Por fin los movimientos sociales barceloneses tenían visibilidad en el magazine. Me concentré en lo que veía y, por el gesto del entrevistador, me pareció que este caía en un terror propio de una novela de Ben Marcus (el nuevo genio literario, el nuevo Perec). Es un terror que crea el lenguaje mismo. Por ejemplo, en The flame alphabet los niños originan con sus palabras, tanto habladas como escritas, una gran epidemia: matan a los adultos a fuego lento…
Como, por su parte, el bailarín Cortés iba a lo suyo e insistía en postular una danza de lo nunca visto, un agitanado y sublevado baile de la novedad, imaginé que los espectadores barceloneses se estaban dividiendo entre los que preferían lo de siempre y los que creían que en arte todavía se podía encontrar lo nuevo, porque en realidad lo nuevo siempre estuvo ahí.
El jueves, lo nuevo, lo que siempre estuvo ahí, esa gotera invisible que llevaba dos años dormida en el techo de las tertulias monotemáticas, no era otra cosa que aquel gran malestar que estaba aflorando en los disturbios de Sants.
En un momento dado, como si lo provocara el alfabeto deformador y asesino de Ben Marcus, me pareció que el entrevistador le decía a Cortés: “Pues mire, viví con tanto ardor el tema señero que cuando reparé en mi desmoronamiento, retrocedí espantado. Una gotera invisible había cavado en mí una caverna ancha, vacía, oscura”.
Luego, prosiguió el reportaje de Sants en directo y vimos apocalípticos monstruos moviéndose por calles oscuras y parajes taciturnos, en contacto con gente terrestre, apenada y traspuesta. Y se fue confirmando que, despacio pero seguro, iba surgiendo lo escondido en el centro mismo de la ancha caverna; iba surgiendo lo nuevo, todo aquello que tan delicadamente las monótonas tertulias se habían esmerado en ocultar. Y no pude por más que acordarme de cuando en radio Maryland, según cuentan las crónicas, sonó por primera vez la primera canción de rock and roll de la historia. La música parecía provenir del éter y flotar literalmente sobre las ondas del aire más que ser transportado por ellas. Era el rock and roll llegando con la reposada lentitud de lo imprevisto. Exacto: con el fuego lento de lo imprevisto.
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