Cincuenta y cuatro meses de esclavitud
'Cuadernos de guerra' inauguró el interés editorial por los testimonios privados de combatientes
Para el modesto tonelero francés Louis Barthas (1879-1952), el estallido de la I Guerra Mundial fue una catástrofe. Tenía 35 años y dos hijos cuando fue movilizado en agosto de 1914. Como militante sindicalista, nada quedaba más lejos de sus convicciones que abandonar su pueblo para ir a destripar alemanes por Francia o a que lo destriparan a él. Desde el primer día consideró aquella guerra “el más terrible cataclismo que haya afligido a la humanidad desde el diluvio universal”. Permaneció en activo durante los cuatro años que duró. “¡Cincuenta y cuatro meses de esclavitud!”, escribió. Salvo una breve estancia en un hospital, Barthas pasó la contienda en las trincheras (Verdún, Somme, Champagne) con el grado de cabo de infantería, como un “peludo” (poilu); así se denominaba en el Ejército francés a los infantes: hombres bigotudos, barbados, campesinos y obreros, poco amigos de los gendarmes y los oficiales.
En aquella guerra de desgaste, en la que la pala era tan importante como el fusil, los “peludos” tenían que sobrevivir en trincheras plagadas de ratas y piojos; chapoteando en el barro, ateridos de frío en invierno o asfixiados de calor en verano. Aun así, Barthas llevó un diario en el que registraba los hechos cotidianos y “la verdad” de aquella vida de sumisión e infortunio. La guerra agudizó su antibelicismo y su sentimiento de fraternidad para con los obreros de las naciones en conflicto, obligados a luchar entre sí por despiadados gerifaltes con galones y generales, “esos hombres que envían a otros a la muerte”.
En su minucioso relato, Barthas descarga su amargura y su fastidio, antes que con el enemigo alemán, con los oficiales franceses que se empeñaban en amargar la vida a los “peludos”. Los soldados, incapaces de rebelarse en aquel ambiente de brutal represión (“pena de muerte” por la más ínfima infracción), luchaban sin ardor; un ataque a las líneas enemigas —aquellos temibles asaltos a la bayoneta contra las ametralladoras alemanas— era un suicidio: nadie aspiraba a “la gloria” mediante semejante hazaña. Cuando Barthas falleció, su diario permaneció en un cajón. Gracias al historiador Rémy Cazals vio la luz en forma de libro en 1978. Su éxito en Francia fue fulminante. El libro inauguró el interés editorial por los testimonios privados de los combatientes de la Gran Guerra.
El diario de Barthas es esclarecedor por lo fidedigno. El cineasta Jean-Pierre Jeunet invitó a sus actores a que lo leyeran a fin de que se inspirasen para representar las escenas de guerra de su bella película Largo domingo de noviazgo (2004). Los soldados incrustados en los agujeros cavados en la tierra, la lluvia y el cieno por doquier, la muerte que ronda en campos devastados, la inflexibilidad de los mandos militares con las sospechas de “deserción” o “confraternización con el enemigo” (Barthas elogió esta actitud), todo ello quedó descrito con soberbia sencillez en este diario; sin olvidar el miedo que atenazaba a los combatientes, simples peones inmersos en la locura y el sinsentido de una guerra perdida de antemano. El escritor argentino Eduardo Berti capta bien en su traducción la fuerza emocional de aquella vida en el filo del absurdo que con tanto empeño describió Barthas con la ingenua idea de que su testimonio sirviese para prevenir contra guerras futuras.
Cuadernos de guerra. Louis Barthas. Prólogo de Rémy Cazals. Traducción de Eduardo Berti. Páginas de Espuma. Madrid, 2014. 646 páginas. 25 euros
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