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IDA Y VUELTA

El dibujante sin descanso

Los prometedores y desafiantes dibujos de Jean-Michel Basquiat se exponen en Nueva York

Antonio Muñoz Molina
'Untitled (Estrella)' (1985), de Jean -Michel Basquiat
'Untitled (Estrella)' (1985), de Jean -Michel BasquiatThe Estate of Jean-Michel Basquiat / ADAGP (París) / ARS (Nueva York, 2014)

Hay que buscar los dibujos de un pintor igual que hay que buscar los cuadernos de apuntes y los diarios y los borradores de un escritor, porque en los unos y en los otros está lo inmediato, lo impremeditado, lo fragmentario, y por tanto lo más verdadero, la fluidez del proceso y no la inmovilidad del resultado, la tentativa y el tanteo y no el rumbo seguro. Un rumbo demasiado seguro es engañoso, porque puede venir menos de la certeza que del anquilosamiento, ya que en estos oficios no hay seguridad posible. Un dibujo no es el plano de un cuadro futuro, sino la exploración de una posibilidad que va revelándose según avanzan las líneas, dependiendo más de la textura del papel, del deslizarse del lápiz y la sensación del pulso que de una idea consciente. Puede que después del dibujo venga un cuadro y también puede que no. Y sucede también que cuando se han conservado los dibujos preparatorios, estos tienen una libertad y una ligereza que quedaron suprimidas en la obra final. A nuestra sensibilidad nerviosa le resulta muy ajeno el acabado marfileño de los cuadros de Ingres —y sin embargo respondemos de inmediato a las líneas a la vez libres y meticulosas de sus dibujos, que al fin y al cabo tienen tanto que ver con la manera de dibujar de Picasso o de David Hockney.

En una anotación de su diario, Virginia Woolf se pregunta si será posible conservar la calidad del borrador en un libro terminado. El arte quiere apresar lo real, el espectáculo del mundo y los reinos secretos de la vida privada y la vida interior; pero lo real por definición es impermanencia y pura fluidez, y la obra acabada es un hecho inmóvil: las palabras de la novela almacenadas en las páginas, sobre papel o no, las líneas del cuadro, los volúmenes de la escultura o del edificio, las notas de la música. La gran prueba de cualquier arte es lograr simultáneamente dos cosas incompatibles entre sí: una forma duradera y cerrada, la preservación de una imagen o un instante, un estado de ánimo, una iluminación de la conciencia; y al mismo tiempo una sugestión de fluidez, de movimiento y vida en marcha.

El proyecto de Virginia Woolf está logrado al máximo en un artista como Paul Klee. Aunque pinte al óleo, parece que Paul Klee siempre está dibujando. Y quizás, ahora que lo pienso, ese es uno de los rasgos que comparte con él o aprendió de él Jean-Michel Basquiat, que dibujó muchísimo y que mezcló sin reparo el dibujo y la pintura, el lápiz sobre el lienzo y el óleo y el acrílico sobre el papel, el papel pegado sobre el lienzo, las líneas del dibujo trazadas sobre la superficie de pintura fresca. Pensé de pronto en Klee en la mañana soleada de principios de mayo, con las anchas aceras de la Calle 79 Este cubiertas por un confeti o una nevada de pétalos blancos de manzanos y perales recién florecidos, al pasar de la claridad deslumbrante a la muy calculada iluminación artificial de la galería Acquavella, donde llevaba abierta solo unos días una exposición de dibujos de Basquiat que he esperado con impaciencia a lo largo del invierno. Han llegado al mismo tiempo los días luminosos, los colores recién brotados de la vegetación y los colores vibrantes de Jean Michel Basquiat, y entre unas cosas y otras, en esta ciudad de clima tan inhóspito, cada mañana parece la de un Domingo de Resurrección.

Un dibujo no es el plano de un cuadro futuro, sino la exploración de una posibilidad que se revela según avanzan las líneas

Basquiat empezó a llenar de dibujos las hojas de sus cuadernos y los márgenes de sus libros escolares y ya no dejó de dibujar nunca. Como Paul Klee, cultivó de manera asidua el sentido plano del espacio y el esquematismo jeroglífico de la imaginación visual infantil, y también la cualidad flotante de las figuras, tan emancipadas de las leyes de la gravedad como de las de la perspectiva. Antes de hacerse pintor y de ganar dinero para lienzos, láminas de papel y tubos de colores, Basquiat dibujó en cuadernos baratos y en las paredes y en las puertas de los grandes edificios deshabitados del Soho. Cuando ya era conocido, siguió saliendo de noche para recoger de los contenedores de basura puertas viejas y paneles de contrachapado. Salía de viaje, unas veces para cumplir las obligaciones de la celebridad y otras para escapar de ellas, y las horas de soledad en los hoteles y las noches de jet lag podía pasarlas enteras haciendo dibujos. Lienzos y botes de pintura no se pueden llevar en una maleta: un cuaderno y un lápiz, un estuche de rotuladores o de ceras, caben en un bolsillo y son en sí mismos una tentación incesante. Parece que los lápices llaman magnéticamente a los dedos; que cada gran hoja en blanco exige ser ocupada de abajo arriba, de izquierda a derecha, tan exhaustivamente como el muro de una tumba egipcia, como un panel de publicidad vacante en el metro, como ocupaba Torres García cada centímetro de espacio con sus símbolos primitivos inventados, con sus viñetas de cosas contemporáneas convertidas en símbolos primitivos.

Basquiat dibuja figuras como ideogramas repetidos de una escritura únicamente suya —calaveras, coronas, grandes bocas dentadas, flechas, soles, rayos, ondas— y dibuja palabras que tienen una intensidad plástica de imágenes. Listas de cosas, frases, marcas, nombres. Con cierta frecuencia, en el vocabulario errático de Basquiat aparecen nombres de músicos y de compañías discográficas y títulos de canciones de jazz: bebop casi siempre, o siempre, y un nombre sobre todos los demás, el de Charlie Parker, de quien hizo un retrato que es uno de los mejores dibujos de la exposición, quizás porque contiene una declaración de amor tan indudable como una declaración de principios. Uno reconoce la sonrisa de Charlie Parker, dibujada con extraordinaria precisión, la mirada que tiene en una foto muy preparada de estudio, con un buen traje y una buena corbata, con el saxo rutilante en las manos. En esa foto, en el retrato derivado de ella, Charlie Parker es un artista joven, un revolucionario de la música y un héroe negro tan atractivo y tan bien vestido como un actor de cine, no un maldito ni un yonqui que duerme vestido y tiene que tocar muchas veces con un saxo prestado porque empeñó el suyo para comprar heroína. Su grandeza está en ese talento que ha logrado imponerse contra viento y marea, contra el agobio del racismo. Su música es una improvisación tan rápida como la de las líneas del lápiz o del pincel que se mueven sobre el papel con la temeridad jovial de un número de acrobacia. Jean Michel Basquiat pintaba o dibujaba oyendo esa música, y se movía delante del lienzo o de la hoja de papel clavada en la pared con una agitación de baile, con algo de la elasticidad alerta de los boxeadores negros a los que admiraba tanto como a los jazzmen.

El tiempo se le acabó a Basquiat antes todavía que a Charlie Parker. Pero sus dibujos permanecen tan inacabados, tan desafiantes, tan prometedores, como si los hubiera hecho ayer mismo, tan frescos que parece que si uno se atreviera a tocarlos se le mancharían los dedos de color.

Jean-Michel Basquiat Drawing. Work from the Schorr Family Collection. Acquavella Gallery. Nueva York. Hasta el 13 de junio.

www.antoniomuñozmolina.es

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