Sinfonía de lágrimas por Abbado
Emocionante acto en Lucerna en homenaje al director de orquesta fallecido en enero
La primera actuación de Claudio Abbado en el Festival de Lucerna se remonta a 1966. La vinculación del director de orquesta milanés con la ciudad suiza se ha mantenido desde entonces sin altibajos, pero cobró un papel fundamental a partir de 2003, con la creación a su medida de la Orquesta del Festival de Lucerna después de su salida de la Filarmónica de Berlín con un preocupante cáncer de estómago. Las imágenes televisivas del Réquiem de Verdi en 2001 hablaban por sí solas de la situación. Michael Haefliger, director del Festival, le invitó a instalarse en Lucerna con una orquesta solidaria, “de amigos” como a Abbado le gustaba decir. Tuvieron una cita en el restaurante Pfeferschiff a las afueras de Salzburgo y la utopía empezó a convertirse en realidad. La solidaridad de los músicos se puso en marcha para una cita veraniega que con el paso del tiempo fue ampliándose en pequeñas giras a comienzos del otoño a Viena, Roma, Nueva York, París, Tokio, Madrid y otras ciudades. Abbado vivió en Lucerna su década prodigiosa, interpretando lo que quería y, en particular, la integral de las sinfonías de Mahler, a excepción de la Octava. También subieron a los atriles obras significativas de Debussy, Wagner, Bruckner o Beethoven, entre otros, con el añadido de artistas tan queridos por el como Maurizio Pollini, Bryn Terfel, Renée Fleming o Radu Lupu. También el Orfeón Donostiarra participó en una ocasión en esta especie de sueño romántico. El último concierto fue el 26 de agosto de 2013 con la sinfonía “Incompleta” de Schubert y la “Novena” de Bruckner. Ya se veía que Abbado no estaba en su plenitud, pero pensaba que iba a recuperarse con un poco de descanso, para acudir a la cita de inauguración en octubre del auditorio modular disenado por Anish Kapoor en la zona de Japón castigada por el tsunami. Era un proyecto solidario y el programa iba a ser el mismo de Lucerna, con Schubert y Bruckner. El auditorio se inauguró, pero Abbado no pudo asistir. El 20 de enero de 2014 fallecía en Bolonia.
El concierto de gratitud de Lucerna a Claudio Abbado el pasado domingo tuvo cuatro partes. En la primera, los músicos de la Orquesta del Festival de Lucerna interpretaron sin director el primer movimiento de la Sinfonía Incompleta de Schubert. Allí estaban Alois Posch, Wolfram Christ, Reinhold Friedrich, Veronika Hagen y tantos otros incondicionales. De España había seis músicos. De Valencia -dos-, de Cartagena, de Huelva, de Burgos, de Valladolid. Con el corazón en la mano. Con lágrimas en los ojos. Lucas Macias Navarro, Josep Puchades, Vicent Alberola, Miriam Olga Pastor, Carlos del Ser, Alberto Menéndez: un ejemplo de las nuevas generaciones musicales españolas ganándose la vida al más alto nivel en las mejores orquestas europeas y manteniendo siempre el concepto solidario. Lucas Macías, oboe solista de la Royal Concertgebouw de Ámsterdam, escribía en el programa de mano: “Gracias Claudio por haber sido el Ángel de la Guarda de los jóvenes músicos. Gracias por enseñarnos que en la música, como en la vida misma, lo fundamental es escucharnos los unos a los otros”. Nadie aplaudió en Lucerna después del movimiento schubertiano. El silencio se manifestaba como la máxima expresión musical.
A continuación, el actor Bruno Ganz leyó una selección de fragmentos de Brot und Wein (Pan y vino), de Friedrich Hölderlin, una obra que figuraba entre las favoritas de Abbado. Los leyó con las tripas y el silencio se impuso otra vez. Lo del nudo en la garganta no era ninguna figura retórica. En la tercera parte se interpretó el Concierto para violín a la memoria de un ángel de Alban Berg con Isabelle Faust de solista y el joven letón de 35 años Andris Nelsons dirigiendo. Abbado lo había grabado con la violinista alemana en 2011 y Nelsons va a dirigir todos los conciertos programados de Abbado en Lucerna en 2014, incluidos los del Festival de Verano. El cierre tenía que ser con Mahler, y al final de la Tercera sinfonía explotó colectivamente la emoción. Los músicos empezaron a abrazarse entre ellos, el público se puso en pie en una ovación interminable y nadie quería saludar en solitario, ni director ni instrumentistas. Fue una sinfonía de lagrimas, sin histéricas apoteosis, recordando a un director que siempre ha creído que la música por encima de todo es un ejercicio espiritual, un diálogo del alma. Giorgio Montella, el napolitano que regenta el que era su restaurante favorito en Lucerna lo decía horas antes del concierto: “Sigue viviendo aquí. Todos los días sueño con que va a parecer por alguna esquina. Con su discreción, con su humildad, con su inquebrantable afecto silencioso”. Su mesa habitual en un rincón del restaurante estaba libre por si acaso.
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