Joaquín Forradellas, filólogo sutil y bibliógrafo apasionado
Codirigió con Rico la gran edición del 'Quijote' del Instituto Cervantes
Joaquín Forradellas (Zaragoza, 1938), fallecido el pasado 21 de marzo en San Sebastián, pertenece al linaje, ya casi de otro tiempo, de los grandes catedráticos de Enseñanza Media, como Guillermo Díaz-Plaja, Eugenio Asensio o mi propio padre, José Manuel (con quien, además, compartía pueblo de origen: Alcolea de Cinca, en Huesca), que eligieron la cátedra de instituto para dedicarse más tranquilamente, sin los desasosiegos de la universidad, a la filología y la enseñanza de la literatura. Tras un quinquenio de docencia en Salamanca, durante más de 35 años fue profesor en el Instituto Peñaflorida de San Sebastián, ciudad en la que dejó multitud de alumnos y en la que se integró plenamente, como quedó claro en el homenaje de sus colegas en el Ateneo Guipuzcoano, en 2006.
Alumno y ayudante de Fernando Lázaro Carreter en Salamanca, se doctoró a los veinticinco años (con la tesis Aproximación al conceptismo de Góngora) y desde el principio de su carrera se interesó por campos muy diversos. El inicial y primario fue la poesía del Siglo de Oro, ora analizando colecciones particulares (Barahona de Soto, Figueroa, Silvestre, Soria, Gil Polo…), ora editando y documentando obras colectivas, como los inéditos cuadernos de El cartapacio poético del Colegio de Cuenca (1986), cuya minuciosa edición da fe de su rigor, pericia ecdótica y dominio de la crítica textual. También se interesó por la prosa del humanismo romance (Guevara), por Larra y el costumbrismo decimonónico, la Generación del 27 (Dámaso Alonso, Jorge Guillén), el teatro de Lorca (La zapatera prodigiosa, La casa de Bernarda Alba) y, por supuesto, Cervantes.
A las condiciones de filólogo y crítico, unió las de apasionado bibliógrafo y exquisito bibliófilo. La diversidad de sus saberes, de la que es óptima muestra el imprescindible y enciclopédico Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria (1986) que firmó con Angelo Marchese, y la claridad con que los exponía, fruto de su experiencia docente, movieron a Francisco Rico a pedirle que codirigiera con él la gran edición del Quijote del Instituto Cervantes, encargándose en especial de la anotación básica. Lo hizo no ya solo con la erudición y la finura que se esperaban, sino aportando un amplísimo conocimiento de la vida española de todos los tiempos, porque “para entender el Quijote”, decía, “hay que ser de pueblo”.
Él y Marisa Herrero, su mujer, con la que compartió afanes intelectuales a lo largo de toda su vida, me honraron con su amistad durante más de cincuenta años, en que tuvimos en común el amor por la tierra de nuestros padres y el entusiasmo del bibliómano por los libros antiguos que atesoraban en sus anaqueles los escritores del Siglo de Oro. Descanse en paz.
Alberto Blecua es catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Babelia
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