Ezio Raimondi, filósofo de la filología
Raimondi tenía el diálogo por principio vital de la literatura y de la existencia humana
En la ciudad del sur de España desde la que escribo se me pone por delante en la memoria uno de los perfiles posibles de Ezio Raimondi (Lizzano in Belvedere, Italia, 1924), aplicado por él a su querido Renato Serra, escritor y ensayista muerto durante la I Guerra Mundial: el de “un europeo di provincia”. Hay que dejar la frase con su pequeño matiz de extrañeza, ya que no se trata de un europeo “provinciano”, por supuesto, ni de un europeo “de provincias”, sino de un intelectual cuyas luces siguen alumbrando el espacio europeo desde un lugar concreto, con una perspectiva cuya intensidad es tanto mayor cuanto más se enfrenta con lo diverso, sin renunciar a su parcialidad.
La provincia europea desde donde Ezio Raimondi —fallecido el pasado 18 en Bolonia, a menos de una semana de entrar en la novena década— ha llevado a cabo su incesante indagación del mundo y de los hombres a través de la literatura, por otro lado, no es marginal: la Universidad de Bolonia, donde sirvió, la ciudad de Bolonia, sede de la Editorial Il Mulino, que presidió, la región Emilia Romagna, por cuyo patrimonio veló, forman un espacio muy distinguido en la Europa de las Luces. Pero la tradición por sí sola —y eso que aquí las cifras son apabullantes, más de un milenio para la Universidad, 650 años para el Colegio de España— no garantiza nada. Raimondi, de orígenes muy humildes, encendió sus luces a fuerza de mérito escolar, incluso a partir de un momento de pérdida casi novelesco: el 25 de octubre de 1943 su casa fue destruida por un bombardeo. En el plano colectivo fue a partir del 21 de abril de 1945 cuando los jóvenes universitarios boloñeses pudieron volver a encender las luces del entendimiento. En el caso de Raimondi, con una pasión que no se ha apagado, sino con su vida.
El rango de sus investigaciones ha abarcado de Dante a Montale: Petrarca, los humanistas, Tasso, cuyos diálogos editó, Tesauro y los barrocos —entendidos también como creadores de una tradición de lo nuevo que impulsa a Ungaretti a leer a Góngora— Alfieri, Manzoni —devolviendo a la modernidad más radical Los novios, la fabulosa “novela sin idilio”—, D’Annunzio, Gadda. Toda la literatura italiana, aunque igualmente Broch, Kafka, los novelistas norteamericanos, Carlos Fuentes. La apertura a lo comparado, tanto a otras literaturas como a otras disciplinas: teoría literaria, retórica, filosofía, ciencia, es uno de los rasgos esenciales de su acercamiento al hecho literario. Andrea Battistini escribió que su maestro tuvo el fervor de una curiosidad que no se desmovilizó nunca y se desdobló en escritura con una constancia prodigiosa. Hasta 1993 su bibliografía registraba casi 800 entradas. En los siguientes 20 años sumó casi una decena más de volúmenes. “L’uomo dei libri” lo llama Paolo Ferratini en el epílogo de un texto autobiográfico (2012) organizado por él y titulado sin más remedio Le voci dei libri. Para algunos colegas amigos era “il libridinoso”.
Viene a las mientes la frase de Juan Ramón Jiménez: “Mucho y perfecto”. Es muy difícil reducir esta abundancia a una fórmula o a un patrón teórico, puesto que Raimondi recurría a una gama muy amplia de expedientes técnicos. Quizá sea posible remitir esos ejercicios que van una y otra vez de la soledad de la lectura al ámbito colectivo de la cultura a la tradición de una “filosofía de la filología”, inaugurada por el romántico Friedrich Schlegel y cultivada con relieves específicos por figuras como Gianfranco Contini, maestro de Raimondi, o Mijaíl Bajtín, cuya obra conoció en 1968 por el regalo de unos alumnos suyos de Johns Hopkins y a la cual ha recurrido a menudo: la dialogicidad de la que habla Bajtín supone el reconocimiento de una pluralidad siempre abierta, siempre en revisión; el juego dialógico de las voces, la polifonía, “se me apareció como principio vital de la literatura, y al mismo tiempo, de la existencia humana”. Un principio de orden ético, pues al leer, escribió en 2007, experimento mi identidad como movimiento hacia una alteridad y una diferencia de la que debo hacerme responsable.
Por el desarrollo de esas y otras muchas lecciones, somos muchos, en muchas provincias de Europa, quienes lo recordamos con emoción y gratitud.
Andrés Soria Olmedo es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada.
Babelia
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