Gerard Mortier y Eugenio Trías: sonoros silencios
Ambos nos apuntaron ideas sugerentes y rompedoras sobre la expresión artística desde el mundo de la ópera y desde la filosofía
Eugenio Trías era mi hermano y Gerard Mortier mi vecino, puerta con puerta. Viví, pues, al lado de elevadas expresiones del arte durante toda la vida junto a Eugenio; y a lo largo de dos años, intensos y extensos, con Mortier, con quien tuve conversaciones de escalera o casuales caminatas hasta el Retiro. Y, de vez en cuando, del mismo modo que Eugenio me enseñó avant Foucault a ver, siendo yo un niño y él iniciando la universidad, con mirada distinta las Meninas de Velázquez, al llegar a casa estos últimos años, me quedaba un rato extasiado haciendo de écouteur de la música que atravesaba armoniosamente las paredes de la casa de Gerard, en el rellano. Lo que ha dejado Mortier, traído para revolucionar los oídos capitalinos de la mano del presidente del Teatro Real, Gregorio Marañón, es el legado de una nueva era operística que aquí se desconocía.
En El canto de las sirenas, una obra de arte escrita por Eugenio Trías, puissant energie de l’esprit, como me la describió Mortier al morir mi hermano casi día por día un año antes que él, puede leerse, en el capítulo dedicado a Mozart, algo premonitorio: “La verdad de la muerte todo lo transforma y acrisola. Y de esa retorta nace la más depurada belleza. Quizás la cercanía de la muerte, en los grandes artistas, produce siempre el mismo efecto”. Sé, pues me lo habían dicho, que tanto para Gerard Mortier como para Eugenio Trías —ambos, artistas por encima de todo— la música tuvo un carácter salvífico que les llevó a cruzar la laguna Estigia, hacia la ribera donde la belleza habita, en paz consigo mismos, ayudados en esa singular travesía por sus profundas y arraigadas creencias, dejando una herencia filosófica y musical rompedora y armónica a la vez.
Una obra de arte puede mirarse, leerse o escucharse —sentirse siempre— de muy diversas maneras. Si lo hacemos como siempre se hizo, o como creemos que se hizo siempre, a lo mejor nos perdemos el original significado que pretendió su autor o lo que supuso, como inspiración, para artistas posteriores. Así, por ejemplo, el paralelismo entre la “noche obscura” de San Juan de la Cruz y “el camino de la abstracción como un modo de abrirse a esa naturaleza, oscura y oculta de la divinidad… una vía ascética y de desprendimiento para llegar también desnudos nosotros ante la imagen desnuda de Dios” (Amador Vega: Sacrificio y creación en la pintura de Rothko. Siruela). O el San Francisco de Asís que inspiró la monumental obra de Messiaen, representada en el Teatro Real-Madrid Arena en 2011 gracias al empeño de Mortier y dirigida por la batuta de Sylvain Cambreling. O cuán errados íbamos, pensando que Jorge Manrique era ese poeta en cuyas coplas añoraba lo que ya no era pues “cualquier tiempo pasado / fue mejor”, ya que, como advirtió el profesor Alda Tesán (Cátedra, Letras Hispánicas), “Manrique no se refiere a una calidad superior de lo que ocurrió en el pasado; afirma que es mejor ver las cosas como ya pasadas, puesto que tienen tal inestabilidad en el presente”. ¡Tantas veces lo que es no es lo que parece!
Mortier o Trías son dos ejemplos vivos, aunque ellos hayan muerto, de cómo ver lo que hay detrás de lo que en muchas ocasiones solo miramos. A Warhol le preguntaron en una ocasión qué había detrás de sus cuadros y contestó que “la pared”; o a Mallory, preparando en 1923 su escalada al Everest, espetó al interrogante del por qué con un lacónico “porque está ahí”. Pues eso: lo que está ahí, la pared, la vida o la muerte. Estos dos grandísimos melómanos, Mortier o Trías, nos apuntan ideas muy sugerentes y distintas de las académicas sobre la expresión artística, sobre la música, sobre el silencio, sobre el significado de la vida y de la muerte al cabo.
Jorge Trías Sagnier es abogado, político y escritor.
Babelia
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