Un “trabajo con hacha”
En la crítica musical española domina el espíritu del hincha deportivo. Un orgullo de padres les ciega a la hora de defender a sus protegidos
En su última columna para El Cultural, Ignacio Echevarría recoge una sabrosa polémica del mundillo literario estadounidense. Dos críticos poderosos, firmas habituales en The New Yorker y en BuzzFeed, coincidieron en comprometerse a publicar únicamente reseñas positivas. A continuación, The New York Times preguntó a dos novelistas, Francine Prose y Zoë Heller, si tienen sentido las críticas negativas. Sorpresa: ambas respondieron que sí. Y Echevarría refuerza sus razonamientos.
Sería una cuestión un tanto incomprensible en el periodismo musical español. Verán: aquí, con honrosas excepciones, esencialmente se publican alabanzas de discos y conciertos, complementadas por entrevistas babosas a nuestras luminarias. Oiga, lo entiendo: mucho más reconfortante soltar ditirambos, regocijarse en los aciertos en vez de señalar los desastres. Además, con el reducido espacio que un crítico suele tener a su disposición, por no hablar del mínimo pago, parecería de necios el buscarse enemigos.
Enemigos de larga memoria, aviso. Y no únicamente músicos: pueden molestarse disqueros, managers, promotores de conciertos, organizadores de festivales. Gente con capacidad para hacerte (algo más) difícil la vida profesional. Tampoco esperen que en España brote la solidaridad con los compañeros castigados. Más bien, todo se subordina al espíritu del hincha. Locutores y plumillas no admiten disensiones en el elogio para lanzar a sus descubrimientos. Más que crítica, hacen ra, ra, ra. Funciona un desplazado orgullo de padres que les ciega a la hora de defender a sus protegidos.
¿Y que se pierde? De principio, el contraste, la capacidad para distinguir entre lo bueno, lo malo y lo mediocre. Se evapora también la confianza del público lector y oyente, harto de tragarse hipérboles (“el mejor disco de la historia del rock español”, “nuestro Dylan particular”...). Se renuncia a la posibilidad de aconsejar a los artistas: al no existir apenas crítica, se multiplican los discos descerebrados, que repiten todos los errores antiguos (¡y algunos nuevos!).
Y aun así, nuestra crítica musical acumula una pésima reputación. Yo no me lo explico. Cierto que, ocasionalmente, se sometía a un tercer grado a un Ramoncín, un Joaquín Sabina, una de esas figuras detestadas por los exquisitos. Pero, oiga, jamás se aplica un tratamiento semejante a los niños mimados.
Con todo, el comentarista musical se enfrenta hoy a oleadas de odio vía Internet: te acusan de rencoroso, ignorante, mezquino. Intento imaginar qué dirían los artistas y sus corifeos si hubieran crecido en una cultura hipercrítica, como la que alimenta al pop británico, donde la dinámica de the next big thing implica ejecutar a los favoritos de la pasada temporada y, automáticamente, despreciar a todos los que triunfan.
Existe en inglés una expresión contundente para lo que practican rutinariamente los medios londinenses: el hatchet job. ¿Su equivalente en el periodismo español? Una descalificación, poner a parir, puñalada trapera, poner a caldo… Ninguna de esas posibles traslaciones posee la belleza bárbara de la traducción literal: “trabajo con hacha”.
En el Reino Unido, hay incluso un premio al mejor hatchet job en críticas literarias: se busca “la más airada, divertida, mordaz”. Este año, se lo llevó A. A. Gill, por su ácida disección de la Autobiography, de Morrissey. Habrá quién lo interprete en términos de lucha de clases: Gill, habitualmente crítico de gastronomía, tiene modos pijos. Pero se notó un discreto regocijo en el gremio: por fin, Morrissey recibía una cucharada sopera de su propia medicina.
Babelia
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