En el camino de las baldosas amarillas
La célebre película 'El Mago de Oz' cumple 75 años y los Oscar lo celebran Filme de culto, la generación de los 'baby boomers' vieron en ella el reflejo de su desencanto La crónica negra cuenta que la adicción a las pastillas de Judy Garland empezó en el rodaje
“El mago de Oz me hizo escritor”. La célebre afirmación de Salman Rushdie bien podría servir para cualquiera que haya experimentado (en el caso del escritor británico en un cine de Bombay a los diez años) el indescriptible despertar de la imaginación que supone, incluso ahora, 75 años después de su estreno, la legendaria película protagonizada por Judy Garland. Rushdie quizá es de los que mejor lo ha amortizado, pero no es el único. Miles de niños de varias generaciones vivieron así su primer gran viaje psicodélico y multicolor: solos, lejos de casa, aterrados y fascinados, a bordo de unos chapines rojos, tras el rastro de un huraño mago, en un país de baldosas amarillas y acompañados por tres pobres y maravillosos outsiders.
Considerado uno de los mejores filmes de la historia de Hollywood por el American Film Institute, El mago de Oz recibirá este domingo el homenaje de la Academia en la gala de la 86º edición de los Oscar. La película, estrenada en 1939, estuvo entre las candidatas al Oscar de 1940. Pero aquella temporada ganó casi todo Lo que el viento se llevó, y eso que entre las aspirantes estaban, entre otras, La diligencia, Ninotchka, Cumbres borrascosas o Caballero sin espada. De sus seis candidaturas, El mago de Oz logró llevarse el premio a la Mejor canción (Over the rainbow) y Mejor banda sonora.
En realidad, el verdadero éxito de la película llegó dos décadas después, cuando la generación desencantada de los baby boomers la convirtió en un reflejo de su propio desengaño. El mago de Oz, relato infantil basado en la obra de L. Frank Baum, narraba la historia de Dorothy, una niña de Kansas que, arrastrada por un ciclón, emprendía un viaje alucinante acompañada de su perrito Totó a la Ciudad de Esmeralda, en Oz, donde vivía el mago que podría llevarla de regreso a casa, a su deprimida y gris Kansas. Por el camino, Dorothy conocería al Hombre de Hojalata, sin corazón; al de Paja, sin cuerpo ni cerebro y al León, sin valor. Juntos irán detrás del mago que les dotará de hogar, corazón, neuronas y coraje.
El rodaje de la película que llevaría a la pantalla este alucinante relato de fantasía fue una accidentada gran producción que pasó por las manos de George Cukor, Víctor Fleming, King Vidor y Richard Thorpe. Producida para la Metro Goldwyn Mayer por Melvin LeRoy, en un principio la protagonista iba a ser Shirley Temple. Pero finalmente, LeRoy descubría el talento de una niña prodigio, Judy Garland, convertida gracias a su vestidito azul y sus zapatos rojos en un icono de la cultura -y la contracultura- estadounidense. Cuando la película se estrenó, Garland tenía 17 años y solo unos meses después, en 1940, ya formaba parte del mítico firmamento de estrellas de la Metro.
Según la crónica negra de Hollywood, la adicción a las drogas de Garland había comenzado encarnando a la niña perdida de Kansas
El Mago de Oz encontró a su público definitivo a finales de la década de los sesenta. Una nueva mirada que no solo identificaba el viaje de Dorothy con su propio vuelo en LSD sino que descubría en aquel sueño/pesadilla su propia decepción generacional, su infierno. Detrás de los brillantes muros de la Ciudad de Esmeralda no había ningún profeta, solo un pobre impostor, el rey de una gran mentira, un pobre mago de feria. Para cerrar el mito, y según la crónica negra de Hollywood, la adicción a las drogas de Garland había comenzado encarnando a la niña perdida de Kansas, durante el largo y duro rodaje. Los problemas de sobrepeso de la actriz preocupaban al jefe de los estudios, Louis B. Mayer, que para combatirlos —y de paso, para lograr más rendimiento de su pequeña estrella— le administraba anfetaminas. Garland se enganchó a las pastillas para trabajar y para dormir. Siete años después, se registró su primer intento de suicido, el primero de una larga lista de episodios nerviosos que acabarían con ella. En 1969, recién cumplidos los 47 años, prematuramente envejecida, la encontraron sin vida en un cuarto de baño por una sobredosis accidental de pastillas. Dorothy retomaba el camino de las baldosas amarillas.
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