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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Foster, el amante no sentimental

Coincidiendo con el medio siglo de profesión de Norman Foster, la revista Arquitectura Viva le ofrece el homenaje de un supernúmero de 350 páginas en cuché y a todo color. ¿Una barbaridad?

Foster es de por sí un bárbaro. Lo es en sus casi 400 proyectos en todos los lugares imaginables del mundo y en su presencia ante la vida que podría parecer orgullosa si no fuera como su admirable actitud de un deportista elemental. A sus casi 80 años hace bicicleta a diario y, en el amor, si se le ve cerca de Elena Foster, no parece haber perdido un gramo de testosterona. De ahí se deduce también la potencia de sus grandes edificios (estadios, pabellones o torres) y una inclinación hacia lo que Fernández Galiano califica como artistas “ingenuos”.

En efecto, hay una clase de artistas “sentimentales”, como Wagner, y hay otra personalidad de creador “ingenuo”, como Verdi. Los arquitectos de corte sentimental como Borromini, Le Corbusier, Moneo o Koolhaas suelen pasarlo muy mal aunque digan que no se cambiarían por nadie. Son artistas a la manera romántica, o de crucifixión, que les hace crear padeciendo, y al revés. Dan a luz con dolor y se torturan en beneficio del mundo y de sí mismos. Los “ingenuos”, por el contrario, son tipos que se lo pasan la mar de bien. Tienen una idea no a través de un tortuoso paso por el averno sino como ángeles que nacieran espontáneamente de Dios. Norman Foster es de esta clase y eso explica, probablemente, que no se haya muerto con un cáncer ni que haya caído exhausto ante la envergadura y número de sus proyectos alzados como un titán.

¿Un titán? Una vez le dije a Saénz de Oiza que profesionalmente me parecía “un titán” y me respondió: “Sí, un Titanlux”. Los ingenuos son de esta clase. Tintan la historia con su trabajo simple y obrero. Ni se dan cuenta ni dan importancia al resultado. Calatrava es, por hablar de un personaje en candelero, la mezcla de ambas tipologías: de un lado hace aquello que le viene en gana y, de otro, aparece como “el gran masturbador” sentimental.

Foster es, en cambio, como son Bernini, Gaudí, Mies o Sejima, hijos de la inspiración. Hijos naturales de la idea que les sobreviene, sencillamente sale a pasear. ¿Qué mayor recompensa para un artista que no sentirse artista?

Lo digo porque ser o autoconsiderarse artista es una condena. Los “sentimentales” son muy sensibles a esta consideración y en su trayectoria se proponen —incluso a su pesar— cumplir una misión sagrada. Por el contrario, los “ingenuos” no sienten que deban cumplir con mandato alguno. Son lo que son y hacen lo que Dios quiere sin pasar por el expediente de la crucifixión.

Efectivamente, no sería posible hacer tanto como Norman Foster ha hecho si hubiera tenido que matarse en cada realización. Es decir, estaría ya muerto. Si vive y colea es gracias a que no ha pedaleado para hacer músculo sino que posee músculo génico para pedalear. En consecuencia, la admiración que despiertan las obras de Foster no las suscita su esfuerzo sino su placer. Es decir, la repartición comunitaria de su gozo y la bendición de su ocurrencia expandida para la concurrencia que lo ve.

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